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LA ABUELA  MARÍA

 

Carmen Sáenz

 

 

La abuela María tiene el pelo blanco, camina algo encorvada  y la mano le tiembla, pero no por eso la veréis ociosa, arregla los vestidos de sus nietas, ayuda en la cocina, hace calceta, cuida de las gallinas y siempre está contenta. Se ha quedado un poco sorda,  aunque a veces oye lo que le interesa. Su familia le dice: “Sorda de moda, que oye lo que le acomoda”.

            Cuando la abuela María solo era  María “la rubia”, no había matanza ni parto donde ella no estuviera. Nadie lavaba las tripas de los cochinos como ella; de cristal parecían cuando las subía del río. Daba el último toque al picadillo del chorizo, ese no se qué, un poco más de pimentón, un si es no es de ajo, y en cuanto al bodrio de las morcillas era una especialidad que la hacía famosa en toda la contornada. 

            Muchas mujeres le debían la vida, pues sin ser partera, ni siquiera comadre, tenía las manos suaves y la palabra precisa; lavada y relavada, sus delantales olían a espliego y a plancha reciente, esto las libró de la muerte por las temidas fiebres puerperales causadas por la falta de higiene la mayoría de las veces.

            María “la rubia” parió nueve hijos, que le vivieron todos sanos y fuertes, y les obligó a ir a la escuela sin distinción de sexo, pues, según su inteligente criterio, decía que si las mujeres podían hacer las faenas del campo y de la casa era  porque se lo mandaba el cerebro, por lo tanto entre la sesera de un hombre y la de una mujer no había diferencia. Un mulo puede arrastrar un carro y un hombre no, lo cual quiere decir que el animal tiene más fuerza, pero el mulo no puede aprender a leer y escribir.

María se casó con José, hombre trabajador y cabal, formaron una buena familia, respetada por todos. En las trasnochadas invernales, los vecinos y amigos se juntaban alrededor de la lumbre, asaban castañas, y contaban historias de guerras pasadas, mientras las mujeres hacían media con tres agujas, sin apenas luz ni gafas. El señor José, cuando lo creía oportuno encendía tres o cuatro candiles más, sacaba un libro muy grande y les leía las aventuras de un señor y su escudero por tierras de La Mancha. Así, acunados por el crepitar de las castañas, el borboteo de la gran olla negra donde se cocían patatas, nabos, remolachas, y tronchos de berza para la comida de los cerdos, los vecinos reían y a veces discutían de si ese hidalgo estaba loco, o se había inventado otra vida paralela para salir de su aburrimiento.

            Cuando el reloj de la iglesia daba la media para las nueve se iba cada mochuelo a su olivo, pisando el hielo con cuidado de no caer o apagar el farol. “Las diez en la cama estés, más vale antes que después”.

Pasó el tiempo con su escoba de horas, y se llevó las hojas secas, que en otro tiempo fueron verdes y dieron sombra, Ahora les tocaba a otros el relevo. Pero la abuela María resistía y aún conservaba aquella fuerza interior que hacía exclamar a los mozos cuando la veían con un cántaro en cada cadera y otro en la cabeza ir por agua a la fuente: ¡es, que la María cuando se “arremanga” es mucha María!

Llegó la vendimia, estaba cansada, eran días de mucho trabajo, todo el mundo iba a la viña, solo se quedaban en casa las recién paridas y los viejos que se hacían cargo de los niños muy pequeños, pues hasta a los lactantes se llevaban las madres y los acomodaban en un ribazo, porque “quién no llora no mama” y aquellas criaturas berreaban sin parar.

La abuela María aparejó la burra con mucha dificultad, ¡Ay María!,se decía a sí misma mientras lo hacía,¡quién te ha visto y quién te ve! Cargó todas las provisiones en las alforjas, con cuidado de que no se rompieran las cazuelas de barro donde un suculento bacalao con tomate y pimientos, “comida de vendimiadores” le llamaban entonces, esparcía un aroma capaz de resucitar a un muerto.

Le fue imposible subirse a la burra, la tomó por el ronzal y poquito a poco llegó a la viña, donde fue recibida entre vítores. Partieron la hogaza y, cuchara de madera en ristre, formando círculo alrededor de las vituallas se dispusieron a comer: “cucharada y paso atrás”, lo bien repartido bien sabe. Después, unos buenos tientos a la bota, los hombres se pasaron la petaca, un cigarrito y al tajo, que la siesta es mala compañía se te “espereza” el cuerpo.

            La abuela se acomodó en una albarda, apoyó su cansado cuerpo en el tronco de un nogal y se quedó dormida.

            Al atardecer, la hija mayor gritó: ¡despertar a la abuela, que nos vamos!

            Pero la abuela prefirió quedarse en la viña para siempre.   

 

 

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