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                   Los polos

 

 

“En la segunda guerra mundial, la costa de Dunquerque estaba sembrada con millares de minas alemanas. Hitler estaba convencido de que impedirían la evacuación masiva de las fuerzas británicas. Pero los ingleses sabían que tales minas solo funcionaban con el polo norte hacia abajo, y procedieron a magnetizar sus buques con el polo sur hacia abajo, de forma que las naves repelieran las minas en lugar de atraerlas”.[1]

 

Esto de los polos magnéticos ya me sorprendió en mi viaje a Kenia, hace ya bastantes años. De un hotel a otro –al cruzar la delgada línea que separa los hemisferios- me percaté que la espiral del agua del lavabo giraba en dirección contraria a como lo hacía el día anterior.

 

Lo constaté de nuevo en Argentina, en la Tierra de Fuego, mientras me afeitaba y miraba el paisaje, desde mi room en las colinas de Usuahia, la más septentrional de sus ciudades, desparramada en torno a la bahía que separa a este país del vecino Chile, y en la que retozan pingüinos, lobos marinos y otras especies autóctonas para atracción de turistas.

 

Las fronteras no son siempre tan naturales como quizás debieran serlo, y a menudo son cosecha de la codicia del hombre. Y con frecuencia tan caprichosas que hasta en estos tiempos hay quien saca provecho continuo de ellas, como, por ejemplo, aquel guía que nos atendió en Iguazú, quien justificando el constante ir y venir de jovencitos en bicicletas pasando la frontera brasileño-

 

argentina cargados de toda clase de “ultramarinos”, nos explicó: “vivo en Argentina, compro en Brasil y guardo mi dinero en Paraguay”, asegurado

–pensé yo- por un gobierno militaroide que lo favorece.  

 

Ese norte y sur por el que el guía tan cómodo deambulaba, está ahora amenazándonos de forma extrema y con el horizontal perfil de un cayuco de madera. En el Atlántico senegalés,

-disculpen que siga hablando de mis viajes- yo pude verlos amarrados a la orilla, y en las tardes tirando sus redes

a unos cientos de metros, mientras algún adulto y –eso sí- muchos niños tiraban de los cabos arrastrando en la malla la pesca  del día hasta sus pies. El reparto era equitativo: los peces grandes, para los pescadores mayores, y la morralla para la chiquillería. Esos mismos niños que nos pedían en Dakar que les mandáramos un balón de fútbol –y nos daban su nombre y dirección en un tosco trozo de papel- ahora nos acosan arriesgando su piel y favoreciendo los capitales de los mafiosos, a quienes no les importa que el dinero pueda mancharse de sangre.

 

Entretanto, estos gobernantes del sur

–en ése y en otros muchos países del entorno- dilapidan las subvenciones de las naciones del norte económico, y las potencias de las que fueron colonias y presumen de haberles dado la libertad siguen ejerciendo los suficientes controles como para que la riqueza se extraiga a su favor y la pobreza no genere incómodas y nada útiles revoluciones.

 

Los extremos –los polos-, ya se sabe, acaban tocándose.

                                                 toni.gil@ono.com

 



[1] Peter Wright, Cazador de Espias.

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