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IRSE DE LA LENGUA

 

Demetrio Mallebrera Verdú

 

Menuda pifia la cometida por nosotros cuando hablamos más de lo debido, y especial-mente se nos escapa y está de más cuando he-mos comentado lo que no se nos ha pregunta-do. Para ambientar el cotarro, para animar la velada, para mostrar nuestra simpatía, para decir que somos espléndidos, transparentes y naturales, para darle a la sinhueso que está ahí dentro quemándose de ganas de hablar, noso-tros vamos y lo decimos todo al primero que se nos pone por delante si le vemos, al menos, cara de receptivo, que es, por el otro lado, lo que parece que llevemos escrito en la amplia frente que se nos ha quedado, tal si fuere una pantalla en la que caben muchos dígitos impre-sos, porque es que resulta que también a noso-tros nos dicen lo que no podíamos ni imaginar aquellos que apenas nos conocen y necesitan de espíritus absorbentes como esponjas y oyen-tes de oficio sin rechistar para contarnos su vida y para arremeter contra todo, el gobierno, el alcalde, el jefe, el cónyuge y todo bicho viviente. Con razón dice Javier Marías en el primer libro de su obra “Tu rostro mañana” que “No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido...”, aunque cuidado con decir estas cosas fuera de contexto, porque un periodista y un escritor tiene necesidad imperiosa de contarlo todo y de adornar lo contado y de soltar lo aprendido para que lo sepan todos.

            En el complejo mundo de la comunica-ción y en el diseño de mundo que cada cual lleva o se inventa, dedicar un tiempo para escuchar es, además de una obra de caridad y de misericordia, aprovecharse del más antiguo y natural método de transmisión que conoce-mos para enterarnos de lo que les pasa a los demás, que es que creemos que las cosas sólo nos pasan a nosotros, ¡ea! Y así es como ave-riguas que no hay nadie que sea perfecto ni esté libre de pecado. Lo que pasa es que los humanos, por sentido de la dignidad y de la vergüenza, hemos inventado la privacidad y

 

nos hemos forjado un mundo tan nuestro tan nuestro que a veces nos da corte mostrarlo. De ahí que seamos tan dados a los idiomas secre-tos que cada cual se inventa y exhibe a unos po cos prójimos. Pero, ya sabes: cuando quieras que algo no se sepa no te inventes códigos, hombre, que antes o después te va alguien a descifrar, sino cállate y no digas ni mu. O, co-mo estamos comentando, suéltate el pelo o arrójalo todo para que no reviente el órgano parlante que se asoma por la boca para morder, acuchillar, enardecer, suavizar elegantemente, vituperar o contar su vida al buen lene que encuentre como si se tratara de un paciente confesor.

            Irse de la lengua, que se supone que ocurre por necesidad, por presión, por conve-niencia o por accidente, es meter la pata, salir-se de la norma que está establecida para el comportamiento parlanchín natural, y no digamos para quien ha de mantener el secreto, por obediencia o por discreción. Para un extrovertido puede llegar a tratarse de una especie de liberación. Un personaje del libro citado, que es inglés, afirma que para él es una expresión hermosa de nuestro castellano, amplia y precisa que cubre tanto la intencionalidad como la involuntariedad del hecho. ¡Hala!, contarlo todo, y especialmente lo vedado, desahoga y aumenta las posibilidades de contactar fácil-mente con la gente que está triste en el autobús o cariacontecida en la consulta, o que habla incoherencias yendo por la calle, y quizás pue-da uno ayudar, ser amigo solidario del solitario que debe expulsar un sapo para sentirse perso-na medianamente comprendida en este mundo de prisas y ocupaciones varias que se comen todo el tiempo existente. La gente, como nos recuerda Marías, habla sin reparos y sin parar de sí misma y de los otros, y va y lo cuenta todo, incluidos los planes para una venganza. ¿Te has dado cuenta, no obstante, de que eso de irse de la lengua, no deja libre a nadie, y no estamos a salvo ni tú ni yo?

 

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