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LA MEMORIA

 

Francisco L. Navarro

 

Durante muchos años todos los países occidentales estuvieron de acuerdo en alabar el modo en que el pueblo español, y especialmente sus políticos, habían abordado el tema de la transición a la democracia.

Seguramente los de la transición fueron unos días muy difíciles y duros. En ellos se tuvo que tomar la decisión de echar tierra al pasado y emprender juntos una nueva aventura en la que lo sucedido no tuviera otra virtud que servir de ejemplo para no repetir errores pasados. Así, pudieron compartir escaño monárquicos y republicanos, izquierda y derecha.

El único requisito era el respeto mutuo y el deseo de llevar a nuestro país, políticamente, al nivel de otras democracias. Seguramente la mayoría de quienes tomaron la decisión de empezar una nueva vía política tenían en sus mentes el doloroso recuerdo de padres, hermanos, amigos, que murieron de una u otra forma antes, durante o después de la funesta Guerra Civil. Esos recuerdos fueron enterrados porque si no hubiera sido imposible encarar el camino de la democracia.

Sería absurdo pensar que con esta actitud olvidaron cuanto sucedió; lo que hicieron fue un esfuerzo de generosidad porque la única manera de afrontar un futuro con algún tipo de garantías era reservar el dolor al ámbito íntimo y personal, ya que de otro modo podrían aflorar nuevamente odios y revanchas que tan fatales resultados produjeron en el pasado.

No debemos olvidar, sin embargo, que los orígenes de la Guerra Civil no fueron otros que la incompetencia, la intransigencia, la falta de diálogo, la ambición personal de quienes dirigían el país, tanto desde el gobierno como desde la oposición. Defectos que les condujeron a ser ciegos y sordos a las necesidades reales de la población y estar atentos sólo a su propio beneficio o al de los partidos que representaban.

Tampoco hay que olvidar que esta Guerra, como tantas otras (todas, diría yo) más que dejar vencedores y vencidos lo que provocó fueron víctimas. Entre los vencidos porque, habitualmente, fueron sometidos por el vencedor sin el menor atisbo de generosidad. Entre los vencedores porque solamente con la fuerza consiguieron el poder y, por consiguiente, siempre temieron perderlo, con lo que significa esto de tener que estar siempre mirando a las espaldas tanto en espera de “fuego amigo” como por parte del bando contrario.

En nuestro caso, además, se dio la circunstancia de que muchas personas quedaron encuadradas en uno u otro bando de la lucha únicamente en virtud del lugar en que se encontraban en el momento en que se inició el conflicto, sin que sus convicciones políticas (si es que las tenían) influyeran mucho en su elección.

Negar lo que sucedió es de ciegos; no aprovechar las enseñanzas de la historia es de necios, y no debemos olvidar lo más importante: ni somos culpables de los excesos de nuestros antecesores ni herederos de sus virtudes.

No voy a juzgar a quienes pretenden ahora recuperar algo que llaman Memoria Histórica, de la que lo único que me parece oportuno conocer es: cuales fueron los errores, y de qué magnitud, cometidos por aquellos políticos para dar lugar a que se produjera el alzamiento militar y que, encima, tuviera éxito. Y no por un morboso deseo de regocijarme en ello, sino por el noble afán de no repetirlos. No quisiera que ése “recordar” trajera al presente imágenes que puedan causar mayor daño que provecho porque ¿en qué me beneficiaría, por ejemplo, si en virtud de ése recuerdo llega a mi conocimiento –ahora- que mi padre, combatiente del llamado ejército rojo, cometió tropelías en aquéllos días aciagos? ¿Se puede demostrar? ¿Acaso no las cometieron también en el otro bando? El que uno u otro las cometiera ¿está justificado? ¿Debo pedir disculpas por algo que yo no hice? Y tantos otros interrogantes como queramos plantear.

Personalmente   prefiero   recordar   cómo    mi   padre    me   contaba    cientos    de    veces

-emocionado-, que un falangista le salvó. O como él y el resto de compañeros de trabajo se opusieron  a  que  un  piquete  de  anarquistas  se  llevara  al  patrono  a “dar un paseo”, o  como

–dentro de la atmósfera de tragedia, sufrimiento y privaciones del campo de batalla– hubo tiempo para la amistad.

No escuché de boca de mi padre –jamás- palabras de odio; sí de tristeza, de dolor, de perdón, de amor… Tengo mucho que agradecerle, pero seguramente lo más importante es que jamás me enseñó nada que tuviera que ver con el odio, el rencor, la venganza.

Ceo que lo mejor es “dejar que los muertos entierren a sus muertos” y desde el respeto, afecto, solidaridad con quienes han sufrido pérdidas irreparables pedirles que no permitan que el pasado condicione su futuro. Y a nuestros políticos que se afanen en conseguir trabajo para todos, viviendas dignas a precios asequibles, erradicar las bolsas de pobreza…como si cada día hubiera elecciones generales, porque si bien es cierto que nadie es quien para juzgar a otro, no lo es menos que nadie les obligó a aceptar el puesto que ocupan y –según sus propias palabras– lo hicieron para servir al pueblo.

 

 

 

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