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        EL MITO DE ORFEO

 

                                                                                                                                  Demetrio Mallebrera Verdú

 

Todo empieza con lo que hoy denomina-ríamos una fanfarria, el protagonismo elocuente de trompetas en tono alto para llamarnos la atención (entre otras cosas porque es una pieza de la música antigua bastante conocida), que no llega a dos minutos y le da tiempo a introducir instrumentos que actualmente nos cuesta reconocer probable-mente porque apenas se utilizan. Esa solemne intro-ducción da paso al Prólogo en donde habla nada más ni nada menos que la misma Música, una dul-ce, potente, enérgica y sostenida voz femenina, que nos pone en situación: Yo soy la Música, que con dulces acentos sé tranquilizar el corazón turba-do y de noble ira o de amor puedo inflamar las mentes más heladas. Es como un privilegio, y quizás una premonición, que tan excelente dama aparezca en escena en la que, con el título de El Orfeo, está considerada como la primera ópera del mundo, que con música de Claudio Monteverdi y texto de Alejandro Striggio, fue representada en Mantua, por la Academia degli Invaghiti, en el palacio ducal, con el patrocinio del príncipe Fran-cisco Gonzaga, como un espectáculo teatral en el que la gente salía asombrada por los bellos cantos y porque los personajes “hablaban musicalmente” y eso, salvo recitaciones de autos sacramentales en plazas e interiores de iglesias, no se había visto nunca. Aquello ocurría el 24 de febrero de 1607, hace ahora cuatrocientos años.

Ya en el Acto II, el personaje central, nos explica: Viví triste y desgraciado, ahora gozo y aquellas penas que sufrí tantos años hacen más querido el bien presente. Tan sólo por ti, bella Eurídice, bendigo mi tormento; tras el dolor viene el contento, tras el mal, se es más feliz. El argumento toma como base el ya clásico mito de Orfeo, un personaje que con su cítara y su canto nos seduce a todos, seres animados o inanimados. Es tan viejo que ya aparece acompañando a los Argonautas buscando el vellocino de oro. Lo más fuerte (como se dice ahora) es que bajó al Hades a rescatar a su difunta esposa Eurídice y, aunque no se la pudo traer ni hacer revivir, Orfeo es el primer hombre capaz de orientarse en el laberinto oscuro y amenazador de los infiernos y de salir vivo de allí. La leyenda le da un final desastroso porque otras mujeres enamoradas de él lo destrozaron y lo aban-donaron, y milagrosamente su cabeza, apoyada sobre su lira, viajó por el mar, hasta llegar a  la  isla

 

de Lesbos, y quién sabe si sigue vagando o nave-gando por ahí todavía, porque muchos años des-pués se creó una especie de nueva religión que creía en la reencarnación, llamada orfismo, aden-trándose esta alegoría en la historia de la civiliza-ción, especialmente del arte, y que, desde luego, no hay que confundir con el también mitológico Mor-feo, dios del sueño, por mucho que no podamos evitar que algunos se duerman en sus butacas cuando van a la ópera.

En el Acto IV, hablando con su cítara “omnipotente”, nos canta así: Lugar encontrarás entre las más bellas imágenes celestes donde a tu sonido las estrellas bailarán, con giros o lentos o rápidos. En el libreto que hemos podido consultar se nos demuestra cómo ya desde sus orígenes, en este caso con el fabuloso Monteverdi, tiene una importancia superior la interpretación ostentosa de los cantores, y la situación “geométrica” de los instrumentos musicales. No tenemos muchas noticias de los decorados, pero todos sabemos cómo evolucionó este género musical hasta que nadie dudó en llamarlo el verdadero arte total. Por otro lado, con la búsqueda de Orfeo nos encontramos también con una definición clara de lo endebles que somos los humanos, a quienes, aún reconociendo que la moral debe sustituir a la especulación, nos gusta más la apariencia y la representación que la cruda realidad. Somos demasiado volubles y ambiguos hasta llegar a la infidelidad por el ritmo arrebatador y persuasivo de las emociones, capaces de meternos por pasadizos misteriosos de los que, luego, arrepentidos, queremos salir, y no sabemos o no podemos.

 

 

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