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                                SEGUIDOS Y SEGUIDORES

 

            No cometas actos por los que tus hijos puedan dejar de quererte” es una recomendación cuyo sentir espero comparta conmigo el lector o lectora, incluso, después de que conozca que me refiero a una de las reglas ancestrales de las tribus aborígenes que aún quedan en el desierto australiano, norma que consideran más acertada que el mandamiento cristiano “Honrarás a tu padre y a tu madre”, porque entienden que los niños aman a sus padres de forma natural y no necesitan mandato alguno. A la pregunta de por qué viven completamente desnudos, manifiestan que la ropa separa más a las personas en lugar de unirlas, porque las hace juzgar a sus semejantes. Para ellos, “una vida sin sabiduría es como el agua que se pierde entre los dedos de una mano; si se recoge en un cuenco, es distinto. Ambas opciones son válidas y tienen su razón de ser en determinadas circunstancias, pero una vida desprovista de sabiduría debe, por fuerza, repetirse en otro tiempo y otro lugar”. Piensan que todas las almas nacieron en el mismo momento; que son imperecederas; que la muerte no supone el fin del espíritu, sino su paso a una existencia distinta en el mundo de la eternidad, y que cada encarnación es una oportunidad para hacer algo. Aseguran que por su olor califican hasta las palabras. 

Lo cierto es que cada persona contempla el mundo desde su propio conjunto de experiencias, y por eso ofrece una percepción única del mismo. En consecuencia, sería un error si, por algún tipo de subestimación, pasáramos por alto cualquier posibilidad de enriquecer nuestro espíritu. Es decir, que el seguimiento deferente, o sea, el hecho de adherirnos a alguien por respeto, modestia o cortesía, no debe comportar la renuncia a nuestra libertad de elección, sobre todo si la expresión de las aptitudes creativas individuales se convierte en algo más significativo. Siempre seremos más los seguidores que los seguidos, pero no creo que a nadie le agrade ser un pasivo seguidor en todo. Entonces, ¿por qué no dejar que nuestras acciones reflejen quiénes somos, buscando motivos para sentirnos orgullosos de cuanto expresamos? Algo así puede procurarse el aborigen cuando intuye que su destreza en algo podrá sacar al grupo de un apuro. Por eso, todos ellos son capaces de seguir y de ser seguidos, puesto que ninguna opción es mejor que otra, sino que hay un tiempo y un lugar para ambas. 

Acababa yo de leer Mensaje desde la Eternidad, interesante libro de Marlo Morgan que habla de la sabiduría de estas esquilmadas tribus, y me proponía sacarle mayor trascendencia. Y mira por donde, en uno de los papeles que había en mi mesa, leo este apunte: “Dios no hace que se desvanezca, en su luz intensa, el detalle de nuestros fines terrestres, puesto que la intimidad de nuestra unión con Él se halla precisamente en función de la perfección precisa que debemos a la menor de nuestras obras”. Era mi letra, pero no recordaba de dónde pude anotar algo tan apropiado a mi propósito. Me abría otro enfoque; y lo volví a leer. Efectivamente, un trasfondo apropiado para este artículo: Dios nos espera en cada acción. Parece como si esta idea empujara la espiritualidad para que entre en nuestras acciones.  

Sonreí al ocurrírseme que un aborigen australiano hubiera dicho “Esto huele al Padre Pierre Teilhard de Chardin”. Y, en efecto, localicé el párrafo en su ensayo El Medio Divino. Y, ya de paso, copio este otro: “Todo hombre distingue perfectamente los momentos en que actúa de aquellos en que es objeto de acción. Considerémonos en una de estas fases de actividad dominante, y tratemos de ver cómo a favor y por la extensión total de nuestra acción, lo divino nos posesiona, intenta entrar en nuestra vida”. Tan bien expresadas me parecen sus ideas que uno se siente como conducido hacia la comprobación. De momento, nada que añadir: hay que actuar. Por algo es seguido este hombre.

                                                               Matías Mengual

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