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EL PASTOR DE NUBES

 

 

Antonio Aura

 

Amanecía. La mañana era gélida. El cabrero acababa de ordeñar la cabra y de llenar el último cacharro de su reparto tempranero, de aspecto aluminoso, abollado como todos, que cerró tibio y humeante y depositó junto a la puerta. Sus manos callosas, ásperas al igual que su rostro tostado por el sol y la intemperie, denotaban la rusticidad de su trabajo.

Blusón negro, alpargatas, capazo a la espalda y boina encasquetada; con picadura liada en la comisura de sus labios y el espinazo doblado, un vecino madrugador se dirigía a la huerta. Los “buenos días” con que saludó al aproximarse se dibujaron en el aire con el vaho brumoso y suave de sus palabras rubricado por la respuesta gestual y pronta del cabrero, apoyatura al ¡ea! sonoro con que correspondió a la cortesía. La tosquedad de su aspaviento y la sobriedad y aspereza de su habla disimulaba la nobleza de sus actos, que solo se descubría ante cualquier solicitud.

Se entretuvieron un instante: comentario parco del tiempo, seco, riguroso; de los campos, un sequero, y de la cosecha, improbable por tan desafortunada climatología. Y cada uno continuó su camino.

            Ya solo le faltaban unos cien metros para llegar al corral, que estaba allí donde la calle termina y se convierte en campo; una puerta corroída pero amplia permitía la entrada en tropel; hierbajos esparcidos por el suelo alimentaban a las cabras, y a los conejos que también criaba y vendía al carnicero del pueblo. Y a conejillos de indias, ingrediente habitual en sus paellas y otros guisos acostumbrados.

Tan solo cinco cabras eran suyas; junto con otras que le habían confiado, terminado el reparto habitual, las llevaba a pacer a diario ayudado por su mastín: rastrojeaban por algún bancal descuidado y baldío de la sierra próxima al pueblo. Y aunque no tenía que rendir cuentas porque estaba solo, sin familia ni próxima ni lejana, con tan escasa disponibilidad apenas alcanzaba para su sustento. No había para mucho más.

Su vida transcurría rutinaria, aburrida, monótona, solo alterada los domingos que se desplazaba con su bicicleta a la localidad vecina para compartir mesa y mantel con algún amigote en el ventorrillo. En más de una ocasión, de regreso a casa por la noche, ebrio, desmañado por el vino, encarrilado en el pronunciado releje marcado en el camino carretero desgastado y desigual, caía de bruces y quedaba tendido en la cuneta desvariando entre risas y quejidos hasta el amanecer. Pero era duro de pelar: Superada su obnubilación etílica, aún dolorido, canturreaba al despertar:

Y cuando el tiempo me gane

ya cansado y para viejo

jugaré a pastor de nubes

y de zagal pondré al viento

estrofa de la canción “Pastor de nubes” de un flamenco de pro: José Domínguez Muñoz, “El Cabrero”. Cabrero como él.

            Maloliente, a la aurora, antes de llegar al pueblo se lavaba en la fuentecilla que manaba en el recodo de la carretera justo antes de la primera casa; y despabilado por la frescura del agua, cogía de nuevo la bicicleta y se dirigía al corral para iniciar con sus cabras el recorrido diario, tedioso y cargante, repartiendo leche.

Con el tiempo arrostró la temblequera que corroía su cuerpo hasta que, ya arrugado y viejo, ensimismado, cansado y hueco como pompa de jabón, cambió las cabras por nubes algodonosas y etéreas para pastorearlas arropado con manta, sin mastín, la vista enturbiada y sentado en silla de enea.

            Con él se acabó el oficio en el pueblo.

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