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      PENÉLOPE, LA PACIENTE ESPERA

 

Demetrio Mallebrera Verdú

 

 

         Durante meses los medios de comunicación nos han estado hablando de Penélope Cruz, famosa artista de cine española, nominada a mejor actriz en los recientemente otorgados Oscares de 2007, y aun sin haberlo sido su película. Desde el momento de la designación como finalista hasta el instante final de la entrega de la consabida estatuilla, la propia intérprete afamada, los ya citados medios y el público en general, especialmente el español evidentemente, hemos vivido un tiempo de paciente espera, de nerviosismo contenido y de realismo ante las figuras oponentes, no exenta ninguna de estas circunstancias de la correspondiente ilusión que debe caracterizar tan importante galardón para una actriz de tanto talento y largo recorrido y, por supuesto, como portentoso prestigio para el cine español, que siempre ha tenido buenos representantes en este arte en todo el mundo. Parece que el nombre de Penélope vaya asociado a la espera ilusionada de una mujer enamorada, quizás en este caso de su propia profesión, como la Penélope de Serrat lo fue de un caminante que le prometió volver a recogerla “antes que de los sauces caigan las hojas” y luego tardó tantos años que ya no lo reconoció. O de la más antigua de todas, la Penélope fiel a su esposo Ulises, el de la Odisea de Homero, quien lo esperaría estoicamente durante más de veinte años ante el desespero de 36 pretendientes.

He preguntado a unos jóvenes al albur si sabían quién fue una tal Penélope que ya era tan famosa como nuestra actriz actual, pero allá por el siglo VIII antes de Cristo, cuando se supone que se daría a conocer el memorable poema épico. La respuesta ya la veía venir, porque el efecto y la memoria que guardan los jóvenes está mucho más relacionada con estribillos de canciones de lo que uno pueda imaginarse. O sea, que me contestaron que la Penélope antigua que les sonaba era (tarareando la canción) una mujer que se quedó como hechizada cuando era niña y salía los domingos al andén esperando el primer tren, “con su bolso de piel marrón y sus zapatos de tacón”, a esperar a un caminante que le había hecho una promesa. Y uno lo entiende porque la canción de Joan Manuel Serrat fue una preciosidad y aún hoy da gusto escuchar diversas versiones orquestales. Pero no es de recibo que los que acaban de ser estudiantes hace poco no sepan la maravilla que supone la Odisea como un extraordinario cuento de aventuras y de vibrante acción a lo largo de nuestro Mediterráneo, regresando de la guerra de Troya, ni quién fue su autor, ni sus protagonistas, cada cual con su peculiar protagonismo: Penélope, Ulises, y el hijo de ambos, Telémaco.

La astucia y el ingenio son las principales cualidades de que se reviste Ulises, también llamado Odiseo; y la aparición de seres como Circe, Calipso, Polifemo, las sirenas y otros, dotan a la epopeya de dimensiones humanas y fantásticas. Las conspiraciones en Ítaca haciendo creer que nuestro héroe estaría muerto después de tantos años, crean un clima insoportable. Y aquí quien resalta de verdad es Penélope, la bella reina quien, convencida de que su esposo aún vivía y de que el auténtico amor es  para  siempre y  no algo pasajero, tuvo la astucia de hacer esperar a sus preten-

dientes argumentando que tomaría una decisión en cuanto terminara de tejer una mortaja para su suegro. La pillería consistía en que durante el día, a la vista de todos, iba tejiendo el gran lienzo, y por la noche deshacía lo tejido, con lo que el trabajo se alargaba, hasta que una de las sirvientas la delató y hubo de concluirlo en tanto que, por fin, aunque disfrazado de mendigo, llegó Ulises cuando la reina anunciaba que se desposaría con aquel que consiguiera tirar una flecha con el arco de Ulises atravesando doce orificios hechos en doce cabos de hachas puestas en fila. Nadie superó tal prueba y fue entonces cuando el mendigo salió a escena y realizó tal gesta como un premio a su esfuerzo y a la espera fiel de su esposa.

 

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