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EL SEMBRADOR DE LETRAS

 

 

Gaspar Llorca Sellés

 

El sembrador era enjuto, alto y con luenga barba cana. Su mirada, transparente y su voz profunda de lejos, de muchos años y hecha de trozos de recuerdos que penetraban en las profundidades del alma de los que le oían. En su jardín, todos los años sembraba letras que pronto germinaban y el campo se llenaba de árboles, arbustos y plantas cuyos frutos eran palabras, frases, oraciones, párrafos, y muchos, muchos libros grandes y pequeños, que en primavera el viento y las brisas se los llevaban volando en todas direcciones, esparciendo ideas, ilusiones, conocimientos, saber y amor. Libros mágicos que penetraban en los pensamientos del hombre, de ese hombre predestinado a conservar el mundo como fue concebido en el principio de la vida.

Los gorriones y otros pájaros escarbaban con sus patitas la tierra donde esas semillas caían y levantaban el vuelo llevando en su pico las letras que conseguían, perdiéndose en el lejano horizonte.

Cierto año, en época de recolecta, no aparecieron los vientos propicios  y el sembrador empezó a preocuparse; no dormía y casi no comía escudriñando los cielos y espiando cualquier brisa; desesperado se fue, buscando a alguien que le ayudase, y se perdió por los caminos de la incultura y el materialismo.

Al cabo de cierto tiempo, y sin conseguir ninguna solución, volvió todo triste y cabizbajo, y solo entrar en sus tierras, ante el desastre que contemplaba -nada quedaba, la barbarie había quemado hasta el suelo, todo era ceniza-, empezó a llorar y a lamentarse y clamar a su Dios. Señor, ¿qué será de la humanidad?, ¿con qué alimentará su espíritu?, ¿sobrevivirá a esa sequía espiritual? ¡Ya no tengo simiente para sembrar! ¡Por favor, mándame una señal!

Y loco de pena y angustia se quedó dormido bajo un pino frondoso que por milagro se había salvado del desastre. Unos trinos y el calor del sol le despertaron; maravillado se vio rodeado de un enjambre de pájaros de todos los colores y tamaños llevando en su pico letras, y con ojos desorbitados empezó con voz alta a can- tarlas: la a, la be, la ce, la hache, la uve, la ele… ¡Dios mío, están todas! Y los números, el uno, el dos, el siete… el cero… ¡esto es una bendición!... y cogía los pajaritos que le subían por los brazos y las piernas y empezaba a acariciarlos y a besarlos. ¡Todo está salvado! Os nombro mis ayudantes y mis herederos.

 

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