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    EL ORGANIZADOR DE BANQUETES


José Miguel Quiles

 

Un banquete se organiza, se disfruta, se fotografía y generalmente se recuerda. Y lo cierto es que nadie repara, ni reconoce mérito en el que se ocupó de que el banquete fuera un éxito. Yo conocí a un excelente organizador de banquetes, fué en mi oficina, se llamaba Arróspide, Fermín Arróspide.

Era un tipo que tenía esa seguridad privativa de quien sabe resolverlo todo en la vida, de los que aplican a todo la más primaria lógica y después resulta que están en lo cierto. Recuerdo que decía:

 

-         El que quiera un sitio guapo, guapo de verdad y “delicatessen” en el plato, tiene que rascarse el bolsillo en 50/60 euros: el Bocadoro. Otra cosa es que vayamos a un arrocito a banda y unas entraditas, en ese caso vamos al Volantí y ahí se puede pelear más el precio, lo que digáis, por mí..

 

Y se llevaba el pitillo a la boca, mirando a la audiencia, con ese supremo gesto de quién está en posesión de una verdad irrebatible. Si el banquete era un éxito, Arróspide decía al día siguiente: “Es que hoy por hoy, el quiera comer bien ha de ir al  Bocadoro…es el mejor sitio, elegante y bien, ya os lo dije ¿no?...”

 

Si los compañeros no quedaban contentos con el Bocadoro, entonces argumentaba: “A la gente le gustan las exquisiteces y pasa lo que pasa, es natural… yo por mí hubiera ido al Volantí… todo muy limpio, comida casera y mejor de precio...dónde va parar, ya lo dije ¿no? uno conoce el tema.” No era tan importante la veracidad de la afirmación como lo convincente de la argumentación.

 

El día que se jubiló Bas, el ordenanza, Arróspide, como siempre, hizo suya la responsabilidad del banquete. Lo mejor para la ocasión, marisco. Al finalizar la comida, en el café, Arróspide, en todo momento pendiente de la evolución del evento, dio unos golpecitos timbrados en el cristal de una copa:

 

-         Atención, Bas quiere agradeceros a todos la despedida, un momento de silencio por favor, silencio…

 

 

El ordenanza se levantó, se quitó las gafas, se mordió el labio inferior mirando a los compañeros con pena, hizo un gesto de desolación con la cabeza y se llevó la mano derecha a los ojos. Se estableció súbitamente una corriente de ternura con Bas y sonó un efusivo y espontáneo aplauso de los compañeros, hubo quien le acompañó en las lágrimas. Eran cuarenta y cinco años de trabajo.  Momento aquel realmente imperecedero. Al día siguiente Arróspide fue mesa por mesa en la oficina:

 

-         Tanto de la comida, tanto de la propina, y tanto del regalo de Bas, la fiestecita sube a tanto. Las fotos a un euro el que quiera una copia. Hay una que estás muy bien, por cierto… – En algunos casos, cuando se le felicitaba por el éxito. Arróspide explicaba:

 

-         Ya lo comenté ¿no?… los entrantes y el plato fuerte establecen el estado de ánimo. Una toma de posesión o una inauguración requieren ibéricos, cordero y el discursito, hay más fundamento para la palabra. Pero la palabra es pobre. En las jubilaciones de muchos años de trabajo, marisco y llorar es lo mejor, un par de lagrimitas después del marisco vienen muy bien; el marisco, si es fresco, ya de suyo produce una especie de segregación sentimental que predispone a la emoción directamente, es una inmediata reacción fisiológica, eso lo obtiene el crustáceo del plancton marino... y luego el champán y los abrazos. Salió bien porque uno conoce el tema…

 

Hay personas que tropiezan en un garbanzo, yo admiraba a Arróspide y hasta sufría una no confesada envidia por su desenvoltura, él tenía la virtud de ver enseguida el lado fácil y evidente de las cosas. ¿Se va de comida?

 

-         Nada, nada, eso está hecho, se habla con Fermín…¡Arróspide, ven un momento!

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