Se funde el cielo y las luces se confunden
en este Viernes, que refleja la agonía
de quien dio Su vida por mi alma
sabiendo que, sin El, yo moriría.
Suenan, al paso, los tambores;
ondean , al viento, las banderas,
y los rosarios, entre mil manos , se mueven
mientras se derrite la cera de las velas.
Un murmullo de oraciones puebla el aire;
el roce de los pies da brillo al suelo,
los capirotes se inclinan en la noche
y una blanca paloma se alza en vuelo.
El silencio se hace ante un quejido
que eriza hasta el vello de mi alma.
Suena una saeta que ha surgido
ante el Cristo que , en la cruz, hoy se desangra.
Manos piadosas se elevan suplicantes.
El Cristo parece que calla y mira.
Nunca he visto esa mirada tan distante
ni, quizá, la vuelva a ver en esta vida.
Unos focos se encienden en la noche
y la dulce virgen ¡ Madre mía !
solloza, sin lanzarnos un reproche,
como esperando que haya alguien que la siga.
Calla la saeta en un instante;
de nuevo resuenan las trompetas.
Se aleja el paso con pie firme
y su eco, en la calle, aún resuena.
Una flor, que adornaba aquella Virgen,
ilesa, entre tanto pie, sigue en el suelo.
La tomo, sin saber que alguien persigue
hallar en aquella flor algún consuelo.
Levanto los ojos y una lágrima
resbala en el dulce rostro de una niña.
Mira la flor y, en un instante
cuando se la doy, su rostro se ilumina.
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