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Demetrio Mallebrera

EL ZUMBIDO DE LAS ABEJAS

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     Un día de esta semana, un buen amigo me ha llamado desde el circuito de velocidad de Cheste justo en el momento en que pasaban a toda velocidad los bólidos de la Fórmula Uno de los pilotos españoles que han estado allí entrenándose, y él, gran aficionado, con algunos otros amigos, ha podido darse la escapada para ver tan llamativo espectáculo. Me decía: escucha, escucha. Apartaba de su cuerpo el móvil para captar el sonido ambiente de aquellas pistas de locos y los coches pasaban como zumbido de abejas en décimas de segundo. Bonito detalle el del amigo porque sabe que los que tenemos nuestra edad y, desde luego, los jóvenes de todos los años posibles, formamos parte de esta sociedad de la velocidad, la técnica, la televisión, la destreza, el riesgo…, si bien conforme avanzamos en edad dejamos de ser aquellos jóvenes que antes pensábamos que “nunca mueren” y ahora decimos que ya se acerca (sin saber a qué velocidad) la de la guadaña, en cuanto ves que se te han muerto los que estaban delante de ti y que te protegían y ponían en retaguardia, y ahora estás tú en van-guardia absoluta, sin barreras, parapetos, zanjas ni escondrijos.

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     Es verdad que en esta edad es cuando mejor distingues lo que es normal de lo que es espectáculo. En tu vida común deseas sosiego y has de estar atento a todo por ahí e incluso en casa con la tele, porque como pase una moto ruidosa en esos momentos en que tú tienes tanto interés en escuchar al presentador del telediario, ya tenemos montado el pollo en nuestras cabezas. Y qué voy a decirte cuando vamos por la calle caminando, charlando sobre lo divino y lo humano (¡ah!, y lo político, que es lo que menos entendemos y sobre lo que más preguntas nos hacemos), y pasan coches a todo gas, camiones temblorosos, algunos autobuses que tienen algo flojo y se sueltan aires, y desde luego las motos de repiqueteo o las de sonido grave, y ¡hala!, ya le has perdido el hilo a la conversación  y  tienes  que  rogarle al acompañante que mira, no es sólo que no he podido oírte, es que también me altero, y eso es lo que me tiene prohibido el médico. ¡Bueno, si me tomara ahora la tensión!, ¡saltarían todos los medidores y los termómetros de dentro del cuerpo, que se pone muy caliente! A la juventud eso les mola, y van en moto a una rueda haciendo el torete con paquete y todo, que nada más verlos te apartas porque a saber dónde puede ir a parar el bestia que se empeña en hacer tanta tontería. Y con los coches igual, dando vueltas sobre sí mismos, “sa-sar”, escupiendo humo por doquier y quedándose en dirección contraria en un alarde de habilidad temeraria que se lleva su gran ovación.

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     En nuestra edad, amigo, sin dejar de gustarnos algo que parece que nos remueve la sangre juvenil, ya vamos estando hartos de imprudencias y de ruidos sin ton ni son, y agradecemos el silencio que nos ayuda a pensar y a hablar con nosotros mismos sin hacernos violencia interna, aunque el mucho silencio nos asusta un poco por ser tan raro en esta sociedad: que cuando no son los vehículos son las obras del vecino o el cableado en nuestra acera, que cuando no es de televisión es de teléfono, o si no, será del agua, de la luz, del alcantarillado… Sólo podemos profundizar en nuestros pensamientos si tenemos silencio. Sólo podemos concentrarnos si dejamos de oír zumbidos de abejas hambrientas y desesperadas, que hasta parece que te persigan. Con su famoso laconismo, decía San Francisco de Sales, el santo de esta semana, patrón de los periodistas (porque escribía sermones y luego los imprimía, los colgaba de las paredes y los entregaba por las casas), que es cierto que Dios nos pide que no nos preocupemos de la enfermedad, pero también sabemos que es clara voluntad de Dios que llamemos al médico y que utilicemos los medicamentos y los consejos que nos den. O sea: a Dios rogando y con el mazo dando; pero, por favor, sin escandalizar tanto, que no es bueno para la salud interna.

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