
Antonio Aura Ivorra
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CÁNDIDO
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“Éste debe ser, probablemente, el país en donde todo está bien,
porque es absolutamente necesario que exista uno de esta especie.”
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Cándido es inmortal. Anduvo y anda aferrado a nosotros convencido de que “las cosas no pueden suceder de otro modo; porque estando hecho todo para un fin, todo lleva necesariamente hasta el fin mejor.” Errante, desdichado en su suerte, burlado, zarandeado y maltrecho, expoliado o víctima de hurtos con socaliña una y otra vez, sigue siendo un trotamundos, real o virtual, guiado por su rectitud de intención amparada por las honrosas enseñanzas de su maestro Pangloss. Al menos así se nos presenta: enmascarado, empolvado de aparente inocencia, solo aparente, con la que justifica todos los aconteceres por desgraciados que sean: “Todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos posibles…”, sigue diciendo su maestro.
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Todo cuanto le sucede, que no son pocas desgracias, Cándido lo justifica cabal y plenamente convencido de que “no hay efecto sin causa y que todo esta encadenado y arreglado necesaria y perfectamente.” Y a pesar del sin fin de calamidades que sufre, deambula con optimismo cuando él mismo lo define como “el empeño en sostener que todo es magnífico cuando todo es pésimo.”
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En sus andanzas llega de paso a Eldorado: era tal la quimérica abundancia del lugar, tantas sus riquezas, que solo cabe imaginarlas con la respuesta del anciano indígena al requerimiento de Cándido: “A Dios no le rogamos de ninguna manera, no tenemos nada que pedirle, pues nos lo ha dejado ya todo; lo único que hacemos es agradecerle sin cesar.” Sin embargo, y pese al empeño histórico de nuestros Pizarros, Belalcázar y Orellanas, jamás fue encontrado el sitio, aunque consiguió alentar la leyenda y, probablemente, estimular entre otras la ya febril imaginación de Voltaire para imaginar la visita a este país de ensueño que realiza nuestro personaje andariego, ¿ingenuamente?, atrevido y universal que es -sigue siendo- Cándido. Hombre de juicio recto y de espíritu simple, dice el libro. Por eso se llama Cándido.
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Irreverente, transcurre la narración con áspera naturalidad episodio tras episodio, como la vida misma, con sorna en ocasiones, y siempre con un tono de irreprochable formalidad, tanta que resulta mordaz, casi sarcástica:
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En aparente duda, pregunta si los hombres han sido siempre “mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, bandidos, débiles, veleidosos, ruines, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, disolutos, fanáticos, hipócritas y tontos.” Y obtiene como respuesta:
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“-¿Vos creéis que los gavilanes se han comido siempre a las palomas?
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-Naturalmente - respondió Cándido.
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-Pues, si los gavilanes han tenido siempre el mismo carácter, ¿cómo queréis que los hombres hayan reformado el suyo?
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-¡Pero es muy diferente! - replicó Cándido-, porque el libre albedrío…”
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¡Demoledor!
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El hilo conductor de la obra, su trama, es la búsqueda de la amada. Es la excusa de la narración, que mantiene permanentemente el interés del lector, sorprendido capítulo a capítulo por la descarada exposición, que en ningún momento descuida su compostura.
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Hoy, doscientos cuarenta y nueve años después de haberse escrito esta obra, los Cándidos, que no son pocos, siguen avanzando, caminando en el vivir a pesar del contraste entre los manifiestos de interés general, las leyes protectoras y los amparos teóricos, y la realidad azarosa y terca que los cuestiona; porque con él, protagonista de la obra, han descubierto que el hombre no ha nacido para el ocio sino para trabajar.
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Al final, dice Cándido: “Lo que sé, en verdad, es que es preciso cultivar nuestro jardín.” “Todo está muy bien”, insiste, “pero cultivemos nuestro jardín.” Y todos, ciertamente, tenemos uno que cultivar pese a todo; nuestro Eldorado personal y real: nuestra vida interior. Nosotros mismos; un jardín que bien cuidado nos procura ecuanimidad y mente receptiva y libre.