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Gaspar Llorca Sellés

  DOS HOMBRES PASEAN 


Dos hombres pasean. ¿Amigos?, poco hace que se conocen, con cautela van mostrando sus ideas y su concepto de la sociedad y de sí mismos. ¿Qué les une?, la soledad, el aburrimiento, su aislamiento, el no encontrarse en su ambiente; el recorrido de la vida los agotó y el mundo los aísla y destierra y ellos huyen porque se sienten sin autoridad. Así lo describía un  cronista jovencísimo en su anhelo de mostrarse intelectual y también generoso.

 

Dos hombres pasean. ¿Amigos?, sí, han bastado unas charlas para mostrarse confiados el uno en el otro. No se aburren, esperan impacientes la hora de partir por aquel camino, no tienen achaques, la jubilación los ha llenado de júbilo, prefieren la naturaleza al agobio del bar; han preferido el amigo nuevo, un oyente de creación y que asimile lo bueno de cada uno. Se intercambian sus aficiones: pajaritos, caza, pesca, libros y música. Hablan de sus hijos en la barra del bar.

 

Dos hombres pasean. ¿Discuten?, eso parece, gesticulan, uno se para, el otro sigue, se juntan de nuevo; seguro que ha salido la política, primero hay que conocer al interlocutor y no arriesgarse. ¡Mañana esos no salen juntos!, comenta un paisano sentado al borde del margen, pitillo en la oreja, y soltando un estridente silbido a la cabra que pasta no lejos.

 

Dos hombres pasean. ¿Los mismos de ayer?, no, uno sí, el forastero, el otro es un lugareño bastante más joven, estudiante y revolucionario, “hay que cambiar la sociedad, fuera lo viejo”, intenta explicar lo que quiere hacer en bien de todos: creencias religiosas, predominio paternal, historia, trabajo corporal, todo fuera. Seguramente estará adoctrinando al foráneo, piensa el cabrero, y como lo vi ayer,  estos no creo que gasten demasiadas alpargatas juntos.

 

Dos hombres pasean. ¿Amigos?, sí, porque solamente la amistad podía soldar el roto que la política causó. Hoy nadie los vigila, van de marcha, hablan poco, se les nota que disfrutan la mañana. Asoma la primavera y debe influir en ellos, el chándal y las zapatillas los delatan, así como el madrugón. El “hasta la tarde” revela que ahonda la amistad.

 

El relator medita, ¿cómo conocer a los paseantes?, ¿qué piensan? Hay que investigar: empezaré por los paisanos del lugareño y si es necesario llegaré hasta el cura y el juez de paz, el médico y la tendera. Resultado: nunca salió del pueblo, aficionado a la lectura, bachiller, empleado, padre de tres hijos, conservador, católico practicante, y con ideas claras y fundamentales. Del otro poco saca en limpio, aunque las versiones sobre su persona son muy variadas. Gente respetuosa, porte señorial, dicen que con ideas avanzadas, no acude a la Iglesia y su señora e hijos hablan en castellano. Y en el pueblo les parecen algo presumidos. No, no es esto lo que busco, ni del uno ni del otro. Quiero meterme en su mundo actual, en el que se han construido los dos, sus discusiones, sus coincidencias, cómo se juzgan a sí mismos, así que no encuentro otra solución que ser paseante con ellos. A ver si me dejan.

 

Lo intento, y, a regañadientes, me admiten. Les acompaño durante varios paseos, me esfuerzo en hablar poco, intento pasar desapercibido, y poco a poco se acostumbran a mi presencia y casi me olvidan. Y esta es la conclusión que yo saco:

 

El forastero es moderno, de ideas progresistas, “sacúdete la caspa” le repite al amigo, sin esa maldita dictadura que nos tocó pasar hoy tendríamos el timón de la civilización, la guerra la perdimos los altos de miras, los intelectuales, fíjate en los títulos que fueron exiliados, profesores, médicos, pensadores; con Franco estábamos encorsetados, sin libertad, sin poder exponer nuevas ideas tanto en lo económico como en lo social. Fuimos siempre dirigidos, nos quitaron la personalidad. Los bienes estaban en las manos de pocos y te aseguro que si he triunfado algo se ha debido a no renunciar nunca y exponer siempre que he podido mis reformas, tanto en el trabajo como en la educación. Y, amigo, tú necesitas mucha autoestima, eres inteligente pero te falta valor, decisión, te conformaste con esa vida placentera y cómoda y no te ha ido mal, pero apagaste tu libertad por miedo a perder lo que heredaste de la cultura de tus padres, no renovaste ni un simple pensamiento.

 

Las ideas o pensamientos del otro, más o menos, fueron estas: Sí, tuve miedo de la progresía por su parentesco con la hipocresía (muchos, muchos heraldos del reparto y de la igualdad cambiaron esos conceptos por el del bien propio y único y tienen la desfachatez de seguir pregonando). En cuanto a la guerra, la viví, conocí a jueces que no eran jueces, alcaldes con pistolas en el cinto, enfermeras sin título, amenazas y desprecios, mandos en manos de la ignorancia; también amor y libertad, comunistas buenos, socialistas, anarquistas, radicales, todos revueltos pero no unidos, influencias y enchufes; éramos los de siempre y, eso sí, por fin  los de abajo llegaron arriba y pronto, muy pronto, olvidaron a los que les ayudaron a subir; reparto de bienes y empleos, pero no para el pueblo, sino para los suyos. Todo era jauja, ninguna obligación ni trabajo, una verdadera panacea, el maná de los sin dios, cantos ensalzando al vago, la desobediencia y el amor libre. Hubo ilusión y jóvenes que marchaban al frente mientras los voceros se quedaban en casa. Temíamos y odiábamos a los moros, a los nacionales, hasta que ese temor se pasó a los comunistas, a los radicales, a los anarquistas. Bueno, no me extiendo más; en cuanto a la dictadura no digo que me gustase, pero hubo orden, y yo hice dos carreras universitarias; muchas necesidades, sí, pero las suplíamos con mucho trabajo. ¿Que soy casposo? creo en Dios, no quiero que me quiten lo que es mío, quiero conservarlo así como a mi familia, y  me entristecen los nuevos conceptos de la vida que tienen mis hijos, no lo niego. Tú hablas de autoestima y yo de humildad, la que me estás haciendo perder con tu verbosidad.

 

Tras algún tiempo volví al lugar, y he aquí cómo termina  la historia: los paseantes fueron muy amigos, llegaron a creerse los sénecas del pueblo y la provincia, siempre hablaban “ex cátedra”, la gente empezó a rehuirles, temían tanta doctrina y tontería; siempre estaban con el lamento de que si hubiesen tenido posibilidades otro gallo les cantara.

 

Y lo que viene a continuación me lo contó el tabernero (verdadero conocedor de sus feligreses): que estos señores, “los casi sabios” (así fueron bautizados), en su afán de adoctrinar y desterrar la ignorancia, escogían a los que ellos consideraban más míseros en cuerpo y espíritu, y un gran día para ellos y para el pueblo fue aquel en que les cayó en su consulta filosófica un pobre de solemnidad que salvaba su suerte con demasiada uva chafada. En su terapia se lo llevaban de paseo con la promesa de enclaustrarlo en este bendito claustro. El discípulo obedecía, mostrando de vez en cuando su progreso (ellos reían condescendientes), y llegó el día en que dejó de ser discípulo al mostrar su saber pueblerino y sincero. Y ésta fue la sentencia que caló muy hondo en la conciencia de sus preceptores, la que oían que en su embriaguez iba rumiando: “si fora jove, si yo fora jove”, y repetía “si yo fora jove”, y así todo el camino, como un eco del aprendizaje, hasta que sentenció: “si fora jove... ni jove ni vell yo mai a valgut res”.

 

Dos hombres siguen paseando, pero son distintos, algo les cambió, y fue la humildad que mostró el ignorante, el borracho, el despreciado.

 

Sócrates de nuevo: “solo sé que no sé nada”.

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