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Gaspar Llorca Sellés

    INNATO   


     Hay un camino que conduce al pasado, o yo soy pasado y el camino conduce a cualquier parte, pero como dicen  que el camino se hace al andar, yo hago este camino y por lo tanto me lo apropio, es mi camino y si de primeras soy un extraño en él, noto que lo voy conquistando. Pasa gente, a la que les deseo los buenos días, pero es una vía solitaria, escasa de viandantes; mi cuerpo se altera de pronto al impacto de un claxon en el oído, ¿también coches?, autos les llamábamos, y me cruza una moto, y se acerca el run-run de un tractor. ¡Y eso que era poco transitable! ¡Buenos días!, muchos buenos días ¿cinco, seis? ¡Yo que sé! A que me arruinan el viaje; y ya con el espíritu por el suelo sustituyo el sueño bucólico por pensamientos mediocres, de críticas a las genialidades de los políticos, y más de los que nos mandan, los otros, pobres, cacarean y arrullan, y pienso que para enrollarme, divagar e insultar, no era necesario ni es propicio este espacio que he encontrado extraño a estas divagaciones.

 

     Y así enfadado conmigo mismo, arreculo, y en el momento de desandar lo andado me quedo parado, con la mente ya nueva, libre de borrones; las alegrías de hace miles de años vuelven tímidas para ir creciendo, y mi contemplación es válida y el corazón late con acordes de nostalgia; ¡Señor!, no es nada del otro mundo, en medio del bancal hay un harén, seis o siete huríes saltan y bailan y se contorsionan ante el sultán, que, engreído de satisfacción (no hay para menos), saca pecho, levanta la cabeza y exhibe su hombría y su hermosura, es el rey, el amo, y ellas felices de ser suyas. A la mínima indicación se acercan sumisas y ufanas, empujándose entre ellas para ser la elegida. Él es alto, arrogante, con una negritud brillante, mirada penetrante, y dispuesto a retar a cualquiera  que intente arrebatarle aquel dominio. Me siento en una piedra sillar de aquella curva a contemplar aquellas imágenes de las “Las mil y una noche” tan bonitas, pero me hacen reflexionar. No las admito, pero me satisfacen, ¿halagan mi hombría?, ¿el hombre es sultán por naturaleza? Y si es así ¿por qué el cambio actual? Y yo no sé nada de lo que podamos llevar innato en nosotros, que la naturaleza nos obliga. Lo que se percibe es que la sultanía es patrimonio del alma y el alma no tiene sexo. Y entonces hay que pensar ¡suerte de quien lo consigue! Aunque la misión y el destino de las concubinas y concubinos es poner freno al vasallaje, y, a pesar de nuestras debilidades, desterrarlo. Y, madre, fuiste todas las esclavas por leyes de varón durante  milenios, pero no quiero ver en ti rabia ni creo anides rencor; hay leyes falsas, leyes surgidas por envidia al cariño que copas de los hijos; en verdad que siempre hemos sido segundones en el amor filial.

 

     Y divago, pero es un pensamiento con retraso, fuera de la nube de ensueño preñada de nostalgia que me había fabricado, e intento escribir para recordarla. Y estábamos admirando la gallardía del que en aquellos momentos estaba representando el poder y el dominio, y con su cresta erguida, roja de pasión, su plumaje erizado, penacho en desafío, sus patas amarillas al igual que el pico, todo tensión y además cargado de orgullo, y un “quiquiriquí” hondo y autoritario mantenía a las gallinas sumisas y dichosas. El bancal, manto verde con frágiles amapolas esparcidas sin orden alguno. Y las sombras frescas de los algarrobos y olivos, completaba el cuadro que yo veía y que la mente gozaba. Y ¡ay, la civilización y el progreso insaciable!, un poste de la red eléctrica profanaba su tiempo, y  los  espectadores voladores reniegan de su mirador natural para posarse en la línea recta, uniforme y simétrica, ¡y ya todo correcto!, y no es canto lo que sale de sus buches, es una mezcla de sonidos y ruidos que oyen e imitan, olvidando la armonía de sus gorgoritos, de sus trinos.

 

     Una voz fresca que sale de una boca roja me salva de mi abatimiento. ¿Quién eres? Es la nieta de un compañero de escuela. ¿Dónde vives? cerca, muy cerca. Mi compañía y mi retorno a los albores de la historia, que ya es mi vida, se desvanece y se pierde. Con un ¡adiós y recuerdos! sigo mi andadura.

 

     Voy consumiendo minutos y algún decámetro y tengo suerte, hay escenas, o, mejor dicho, escenarios que no han sido estropeados, se conservan casi intactos, y mi fantasía coloca en ellos los actores que me van saliendo de los recuerdos. El bancal y la casa son los mismos, al igual que el olivo y el algarrobo y la acequia con su escorrentía. Y ahí el tío Vicente con su azada al lado, descolgando el botijo de la rama que lo mantiene fresco a la sombra del algarrobo. Su amigo Tonet se lía un cigarro y le da cuenta de las noticias que trae del pueblo. Su blusa es nueva al igual que las alpargatas, las veo blancas y limpias, lleva sombrero de fieltro no tan nuevo; no así la camisa y el pantalón de Vicente, lleno de polvo, y cubierto con su gorra incolora que debió nacer negra. Termina de beber al chorro y coge el cigarrillo que tenía en la oreja. Amanece una chiquilla: “padre, dice la madre que el arroz está en la mesa”. Termino el cigarro y voy.

 

     Un poco más arriba veo, o me hago ver, a dos mujeres de edad mediana y una más joven cantando, están de rodillas ante un brazo de agua limpia que lleva la acequia, en ella meten y sacan la ropa a la que le dan jabón y luego la golpean y la escurren, -¿qué hora tiene, señor? Dejan de cantar. Sentado en el margen hay un jovenzuelo moviendo sus piernecitas en el aire. Un tropel de niñas se le acercan. ¡Es el Rey de la Casa!, dice ufana la madre. Se repite... y yo me alejo y cierro de momento la puerta de la fantasía y de los recuerdos nostálgicos.

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