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Mª Teresa Ibañez Benavente

SOLEDADES

(por Mª Teresa Ibáñez Benavente)

     La señora duquesa dice que se siente sola. Tiene sirvientes que la atienden y cuidan y varios hijos que seguramente la visitarán o la llamarán por teléfono con frecuencia, también tiene amigos que la acompañan al cine o al teatro, a los toros o a cualquier evento, donde todos la acogen con agrado, pues la duquesa es sencilla y simpática y se pone el mundo por montera. Sólo a ella se le consiente -sin criticarla- que se vista con esos conjuntos que tan mal combinan o que lleve pulseras en los tobillos como si fuera una jovencita. Hace muy bien de hacer lo que le da la gana, para eso es quien es.

     Pero a pesar de tener tanto, dice que se siente sola, y cuando lo dice así será.

 

    Todo esto me ha hecho pensar en esos enfermos olvidados en una cama de hospital, donde nadie los visita. Quizás no tengan familia o la tengan muy lejos, y es muy triste estar solo y enfermo.

 

    Y he pensado también en ese viejo atrapado en un tercer piso sin ascensor, que mira con nostalgia al pequeño parque que hay enfrente de su casa. Cuánto le gustaría sentir en su cuerpo el sol de otoño y el crujido de las hojas secas bajo sus pies o poderse sentar en un banco para ver jugar a los niños y conversar con cualquier persona que se sentara a su lado. Solo recibe la visita de Angelita, la asistenta social que va dos horas cada día y le lleva la compra, le da un repasito a la casa y le prepara algo de comer. Si no le dolieran las rodillas… si no se fatigara tanto, quizás se atrevería a bajar, pero ¿y si después no puede subir? y sigue como un pajarito enjaulado mirando tras la ventana.

 

    Hay adolescentes que son rechazados por sus compañeros porque son “empollones” o tímidos, o tienen cualquier anomalía que los distingue de los demás; y no solo son rechazados, sino también acosados y agredidos. Qué soledad deben sentir. Ni siquiera lo cuentan a sus padres por miedo a hacerles sufrir o a no ser comprendidos y aparecer ante de ellos como perdedores. Recuerdo aquel chico que se quitó la vida arrojándose desde un alto muro, y alguno más ha habido. Pero para llegar a eso ¡cuánto sufrimiento y cuánta soledad!

 

     Si se ha marchado el ser que más querías, después de no haberte separado de él en muchos años, ¡qué soledad tan grande y qué vacío! A veces cierras los ojos y te imaginas que está sentado a tu lado leyendo o que está haciendo un breve viaje del que pronto volverá. Te engañas y haces lo que puedes para combatir esa ausencia y pones la radio o hablas solo para no oír el tictac del reloj que parece que dice: no está, no está, no está…

 

     Hay muchas soledades en la vida. Cuando un matrimonio se divorcia siempre hay uno que sufre más que el otro, sobre todo cuando es a causa de una tercera  persona, pues además de sentirse solo se siente humillado y debe doler tanto o más que si el otro se hubiera muerto, pues se aleja de ti voluntariamente porque no te quería lo suficiente.

 

     Se puede sentir uno solo estando rodeado de gente, y, a veces, aun rodeado de amigos. Cuando no contactas con los demás, cuando piensas de una forma diferente, cuando tienes pocas cosas en común con ellos, entonces te sientes solo interiormente, aunque físicamente no lo estés.

 

     Aunque no siempre es mala la soledad. Hay momentos en que se necesita, y se busca para ahondar dentro de uno mismo, para acercarse mejor a Dios, para crear algo bueno e importante. Pero cuando nos es impuesta es dura y mala.

 

     Creo que todos hemos sentido alguna vez esa soledad no física, como un vacío que no se llena con nada. Quizás se deba a lo que dice San Agustín en esta cita: “Nos hiciste para ti Señor y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”.

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