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GRACIAS, SEÑOR

(por Matías Mengual)

Matías Mengual

     Esta vez, estaría leyendo, o escribiendo. Era de día. En la otra, veintitantos años antes, el incendio empezó de noche. Y lo recuerdo mejor que esta última quema de hace apenas quince días. Así que, más que una crónica, circunstanciaré mi estado de ánimo en cada acontecimiento. Aquella noche, la del primer incendio, al apagar la televisión, me pareció ver un par de llamitas cruzar el ventanal casi horizontalmente. A la sazón, soplaba un fuerte viento, y el fuego se propagó con rapidez. Por lo visto, el foco inicial estaba cerca, y tuvimos que apresurarnos en desalojar la casa. En cambio, este último comenzó lejos y, quizá por eso o por la edad o por mi estado físico o por resignación, mi reacción fue tan distinta de la anterior que me tienta compararlas.

     Decía que estaría leyendo, o escribiendo, según creo, porque, habitualmente, tales aficiones suelen ocupar mi primera hora de la mañana. Quizá, por excepción, no lograra ese día concentrarme en lo acostumbrado, por estar más pendiente de lo que ocurría afuera. Al otro lado del cristal de la ventana, pinos de doce metros de altura, se doblegaban hasta extremos inverosímiles a causa del viento fortísimo que hacía. Tanta violencia me tenía pendiente del “crac” que iba a producir el primer tronco al partirse. Esperándolo observaba, cuando me pareció ver confusas señales de humo entre el ramaje agitado. Y, efectivamente, desde el altillo de casa, localicé el foco inicial de la quema. Estaba lejos, pero a menos que el ventarrón parase o cambiase de dirección, nos afectaría prontamente. Me inquietaba sobremanera el hecho de que la mayor parte de la cerca o vallado que delimita la propiedad consiste en una red de alambre sobre murete bajo, lo cual no era impedimento suficiente en la propagación del fuego, ya que los matojos y arbolado del bosque están materialmente pegados a la misma valla, con el agravante de que, entre esa valla y la casa (seis metros), teníamos el tanque aéreo de propano con cerca de dos mil litros de contenido.

 

     En el incendio anterior, el propano estaba en tanque subterráneo y en otro sitio, pero entonces ni siquiera me acordé de su existencia. Las dichosas chispas o llamitas que vi cruzar el ventanal cuando apagué el televisor, precipitaron mi decisión: Presto a actuar, cogí un hacha y, campo a través, me fui muy decidido a… ya vería qué. Pero, a mitad de camino, un ángel bueno me tocó por detrás (como solía decir yo siendo niño), me volví, y vi cómo las llamitas que pasaron sobre mi cabeza habían prendido nuevos focos en derredor, y salí de allí como una liebre. Poco después, entre humo y chisporroteo, abandonábamos la casa. Dejé la familia en el coche en lugar seguro y regresé corriendo al chalet, sito en zona entonces despoblada y, totalmente, rodeado de bosque. Y ya en acción, me sorprendió comprobar la facilidad con que impedía la propagación del fuego entre las copas de los árboles rociándolas simplemente. Con lo cual, el murete que sostiene la alambrada se bastó para detener el avance del fuego rastrero. Sin tal murillo, me hubiera sido imposible permanecer allí. Sorprendido distinguí a mi hija mayor secundándome. Bastante después supe que me había seguido porque no quería que yo estuviese solo. Al rato, nos llegó el apoyo de Pedro Rostoll, entonces director de la Oficina en Altea que, desde donde estaba cenando vio el incendio y se vino a ayudarnos. Tres héroes, ejerciendo de bomberos. Nunca lo olvidaré. Amanecía cuando los bomberos pusieron punto final. Me sentía muy capaz, satisfecho y orgulloso.

 

     Pero esta vez, no; y sin embargo, estoy contento. Hoy, desde donde escribo, a través de aquel mismo cristal, ahora rajado (la Providencia impidió que se fragmentara y que el fuego prendiese en las cortinas), puedo ver tizones y carboncillos, como los que uso para dibujar, esqueletos de árboles en pie apuntando al cielo, como en una silenciosa manifestación de luto protagonizada por los propios quemados. En esta ocasión, cómo sentirme un héroe si no podía hacer nada; percibía cómo la familia estaba pendiente de mí, y de mi medicación; nadie llegó a saber mi profunda gratitud por cuanto estos detalles me demostraban. Desalojamos la casa y estuvimos sin salir del coche casi todo el día y, mientras tanto, sin noticias de lo que habría ocurrido en la casa. Como Séneca, también yo pensaba que el mejor consuelo en la desgracia y la aflicción es que el hombre acepte todas las cosas como si las hubiera deseado y solicitado. Y, sin atreverme a decir que recé, sí puedo afirmar que cuanto uno se anima a creer de Dios lo encuentra de veras en Él. ..

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