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VERANO
(por Antonio Aura Ivorra)
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Al llegar al solsticio de verano el sol se detiene, domina el día y constriñe la noche; lo celebramos con las hogueras de la noche de San Juan: llamas vivas que se elevan al cielo acompañadas de chisporroteos y de columnas de humo negro que enturbian el espectáculo. Arde la ciudad. Los calores nocturnos en torno a la fogata abrasan, y la gente joven, descamisada, se apresura de hoguera en hoguera solicitando el agua refrescante con sorprendentes insultos a los bomberos que, acostumbrados como están, sin inmutarse, acceden comedidos a la “banyà”. En esta noche singular viva de fuego, de ajetreo, sudores y gentío, se entona con clamor el himno que anuncia el abaniqueo de las palmeras. Los monumentos, tan admirados como efímeros, se extinguen y se transforman en cenizas entre el griterío, el agua y alguna lágrima de emoción. Despacio, pese al jaleo que se adentra en la noche, también se apagan los ánimos y la gente se aleja del escenario callejero en busca de sosiego.
Al alba, las cuadrillas municipales de limpieza siguen trabajando a destajo: máquinas, camiones y mangueras limpian de escorias y desechos la ciudad; no hay tráfico rodado ni gente en la calle; después del intenso bullicio se oye el silencio, se palpa la calma… con complacencia.
Por aquí son las playas el lugar común de turistas y paisanos donde detener labores y remediar calores. Las playas, de aguas tranquilas que espejean y arenas doradas y ardientes, acogen a multitud de personas deseosas de sol, que acuden entrada la mañana embadurnadas de ungüentos protectores; algunas se resguardan sudorosas bajo toldos o sombrillas y otras, tumbadas en esterillas, ofrecen su cuerpo al sol en atrevida búsqueda de ese color moreno claro, veraniego y vacacional. En la orilla, acariciada por la espuma y el viento suave, ya no cabe un alfiler; sin embargo, el arenal, tórrido, está vacío.
En las noches de agosto, que propician la tertulia, en algunos pueblos todavía se puede salir “a la fresca”, cenar en el portal de la casa familiar y escuchar de los mayores cuentos o historias que avivan la imaginación. Al raso, alejados de la contaminación lumínica de la ciudad, es el momento de contemplar en el cielo las perseidas, las lágrimas de San Lorenzo tan hermosas como fugaces. Y de vaciar sandías para hacer farolillos o ir a la fuente cercana y beber agua fresca directamente del caño. Las fiestas locales proliferan y, por unos días y los fines de semana, puede disfrutarse al aire libre de la música en vivo, el teatro u otras actividades.
En el campo, que agosta, el canto de las cigarras inunda el ambiente, y los almendros, con sus hojas marchitas y frutos dispuestos, esperan su recolección. Las higueras, que por San Juan ofrecieron brevas, siguen siendo generosas invitando a saborear su fruto ancestral; su gran variedad es un deleite al paladar. Los viñedos, cuidados con primor para vinicultura, se preparan para la cosecha; controlados como están, la vendimia llegará en el momento óptimo y permitirá la producción de caldos de calidad, tintos, rosados y blancos, y también rancios como el Fondillón o dulces como el Moscatel o mistela, que acreditan las bondades de nuestros vinos. Otras cepas, de uva de mesa, des tinarán su fruto a la venta para su consumo en fresco o soportarán en pie sus racimos embolsados para su comercialización en la otoñada. Trabajos que se viven con intensidad en el medio rural.
Y en la playa o la piscina o en el río, la charca o el pantano ¿a quién no le apetece un buen baño?