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EL COJIN DE LA TERRAZA
(por Mª Carmen Bas Millet)


Sentada junto a los cristales de su terraza recién encristalada. Un libro cerrado sobre la mesa. No sentía el deseo de proseguir la lectura, que había interrumpido, cuando su hermana la llamó para que preparara la mesa para la cena. Miraba el cojín que había comprado la tarde anterior.

 

La terraza era grande. En un piso de vecindad. La habitación que daba a  ella resultaba oscura. Acababan de heredar la casa y las dos hermanas decidieron encristalarla y hacer de ella una habitación de estar alegre. Compraron muebles de terraza blancos y cómodos. Los adornaron con cojines de colores fuertes. Y macetas. Muchas macetas.

 

Completaron el mobiliario con una mecedora. De tela verde. En ella las había mecido su madre cuando eran pequeñas. Allí puso el cojín su hermana.

 

Francisca acababa de terminar una relación. Estaba triste. Le dolió perder al amigo más que al amor. El amor lo había perdido hace tiempo, pero al amigo lo había recuperado poco tiempo atrás. Se encontraron en una calle madrileña por casualidad. Y volvieron a encontrarse a gusto juntos. Tomaron café con leche con churros. En una cafetería pequeña. Hablaron por los codos, sin parar, de sus respectivas vidas. Era escritor. Le pidió que le dejara leer sus escritos. Todos eran tristes.

 

 Se lo hizo notar y le preguntó si no tenía otros más alegres. Le contestó que solo tenía uno con un poco de humor. Te lo traeré para que lo leas. Trataba de un hombre que, en su juventud, se había ido de Madrid, de donde era, a hacer las Américas. Y las había hecho. Pero su añoranza le hizo volver a recordar a su ciudad natal. En este punto empezaba el relato. Las peripecias con las que se encontró en la casa que le dejó un amigo mientras estuviera en la ciudad. El amigo tenía una vaca en la terraza. Pero una de verdad. Comía, descomía y mugía. Los vecinos le denunciaron. Vinieron los guardias. Quisieron sacarla de allí pero, la vaca no cabía en el ascensor. El resultado fue que el madrileño, horrorizado, salió corriendo. Sacó un billete de vuelta a su casa, sin deseo de volver jamás.

 

Las cosas no salieron como ellos hubieran querido. Recorrieron varios lugares. Ciudades. Comentaban riendo cualquier tontería. Estaban felices. Precipitaron las cosas, pero las miras de cada uno de ellos no eran las mismas. Se volvió a las Américas ya hechas. Francisca quedó triste por la pérdida del amigo.

 

Su hermana la ayudó y la envolvió en la decoración de la terraza.

 

Si hubiera sabido lo que significaba el cojín, el motivo por lo que le había atraído, nunca lo habría puesto allí. Pero no le preguntó. Solo se rio cuando vio en él, pintada, una vaca yeyé con dos patas calzadas con botas, como si de una persona se tratara, ojos lánguidos y enamorados. Y flores en la cabeza y en la boca. Paseaba alocada por un campo verde. Verde que le iba muy bien al de la mecedora.

 

Mi vaca era de tela, graciosa y divertida. Pero mirándola, no dejaba de relacionarla con aquella del cuento, que comía, descomía y mugía.

 

5 de mayo de 2009

 

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