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MITOS Y LEYENDAS

INÉS DE CASTRO
REINAR DEPUÉS DE MORIR
(por Kiko Díaz - guía oficial)

      

    La dramática historia de esta bella hidalga gallega fue la preferida de los juglares de la época: trágicos amores, traiciones, muertes, intrigas palaciegas, venganzas, crímenes y como colofón, la más repulsiva ceremonia de coronación que vieron los siglos. La nueva reina de Portugal había sido asesinada seis meses antes.

 

    Nacida en 1320 e hija de don Pedro Fernández de Castro y de doña Berenguela Suárez de Valladares, su estirpe tenía raíces profundamente gallegas, no obstante era descendiente del tronco “claro y alto” de los condes de Lemos, aunque también procedía de linaje real castellano.

 

    Doña Inés de Castro era prima de una noble dama hija del infante don Juan Manuel, el hombre más letrado de su época y nieto del rey San Fernando, llamada doña Constanza.

 

    Al entrar al servicio de ésta, siendo aún muy joven, tuvo que dejar Galicia y marchar a Castilla. Y poco después a Portugal, ya que acompañó a la dama castellana en su viaje al país vecino pues iba a casarse con el infante y heredero al trono portugués don Pedro, hijo del rey Alfonso IV, el monarca que ayudó a los reyes españoles en la batalla del Salado y cuya esposa era Beatriz de Castilla, hija de Sancho IV, llamado El Bravo.

 

    Cuando la comitiva castellana llegó a Coímbra en 1340, comenzó el drama. Y la leyenda de la más enloquecedora historia de amor, que cuenta que cuando los futuros cónyuges fueron presentados, don Pedro quedó cautivado por la belleza de la hidalga gallega quien también quedó prendada por la gentileza y gallardía del infante portugués. Esta mutua atracción hizo que los jóvenes se convirtieran en amantes en menos tiempo del que se tarde en contarlo.

 

Sepulcro de Inés de Castro en el monasterio de Alcobaça    Como estamos en plena Edad Media y las bodas de Estado eran de obligado cumplimiento, don Pedro y doña Constanza contrajeron matrimonio, a pesar de que la dama castellana ya era consciente de la doble traición. Solo por razones hereditarias, doña Constanza tuvo un hijo que, por desgracia, solo vivió unos días. Volvió a tener otro hijo, Fernando, que llegó a ceñirse la corona de Portugal. Aquella desventurada mujer ya había cumplido su destino; sin ganas de vivir, murió pocos días después de dar a luz.

  

    En contra de la voluntad de su padre, don Pedro casó en secreto con doña Inés en una ceremonia oficiada por el obispo de Guarda y a la que sólo asistieron algunos amigos del infante. Cuando esto llegó a conocimiento del rey Alfonso su furia no tuvo límites ya que su intención era casar a su hijo con la infanta de Navarra doña Blanca a la que incluso había hecho llegar a Lisboa.

 

    Ciego de ira, el monarca portugués encerró a su hijo en una prisión de Santarém y a doña Inés en otra cárcel de Coímbra mientras que hacía gestiones ante el Papa para que anulase el matrimonio, gestiones que fueron un fracaso.

  

    El rey Alfonso tiene un grave problema y duda entre asegurar el trono para su nieto legítimo, el hijo de doña Constanza, y matar a doña Inés. Había que acabar con la vida de la hidalga gallega.

  

    Tres fieles cortesanos fueron los designados para cometer la vileza, que marcharon a Coímbra donde, a puñaladas, asesinaron a doña Inés cumpliendo así su macabra misión.

   

    Informado don Pedro de la muerte de su esposa, se alzó en armas contra su padre al que derrotó en el campo de batalla, muriendo el rey y Pedro subió al trono. Lo primero que hizo fue declarar reos de alta traición a los tres verdugos de su esposa. Fueron sometidos a tormento en un cadalso levantado frente al palacio real para que desde allí don Pedro pudiera presenciar el cruel espectáculo; les fue arrancado, en vivo, el corazón sacándolo por la espalda y sus despojos fueron quemados y sus cenizas lanzadas al viento.

 

    Cumplida su venganza, don Pedro ideó la más insólita ceremonia de que tienen memoria los siglos. Convocó Cortes e hizo traer de la iglesia de Santa Clara los despojos de aquella mujer a la que tanto había amando. Depositados en el trono, fueron cubiertos de hermosas galas y sobre su ya irreconocible rostro, cubierto de espesos velos, se ciñó una corona de oro.

 

    Luego se celebró la más repulsiva ceremonia celebrada en Corte alguna: caballeros y damas de la nobleza portuguesa fueron obligados a besar la descarnada y fétida mano derecha de doña Inés en señal de acatamiento como soberana.

 

    Terminado el nauseabundo ceremonial, el cadáver fue colocado en un carro triunfal y trasladado al monasterio de Alcobaça. Allí, en un magnífico mausoleo, la desventurada Inés de Castro esperó la llegada de su amado cuyo sepulcro, junto al de ella, le estaba destinado. Y así es, uno frente al otro, con la parte de la cabeza ligeramente levatada, para que cuando llegue el Juicio Final, en el momento de abrir los ojos, lo primero que vea cada uno sea al otro.

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