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LA MIRILLA

(por Ana Burgui)

  
    Había alquilado el cuarto piso, la casa era antigua y no se llamaba ático, pero la vivienda era grande, tenía dos habitaciones, una cocina comedor, un baño y una gran terraza que se asomaba a la calle y que podía acondicionar. La llenaría de macetas, pondría un acuario y mis útiles de pintar; había buena luz y un trozo estaba lleno de sol. La finca era tranquila, tenía un piso por planta, en el tercero vivían dos mujeres mayores: dulce y amable, de pelo blanco, Marta, y la otra, María, más hosca y callada, eran hermanas. Apenas hacían ruido, solo el cerrar de la puerta de la calle al salir a comprar o a la iglesia. En el segundo vivía un matrimonio, Julián y Berta. Sus hijos eran mayores y no vivían allí, habían formado su vida y su familia en otro lugar. Él se ocupaba de las cuentas de la comunidad, aunque eran poca cosa, la limpieza, la luz...; el primer piso estaba cerrado y aunque las versiones eran distintas, intuí que había ocurrido algún suceso que no querían recordar y no pregunté más. Con el ajetreo de la mudanza y el acondicionamiento de la casa me olvidé del primer piso. Subía y bajaba las escaleras con mucha frecuencia y empecé a sentirme observada cuando pasaba por delante de la puerta del primer piso hacia el segundo para seguir subiendo. No le di importancia al principio. La escalera era amplia y luminosa, sus paredes blancas guardaban la luz que entraba desde la calle. En una ocasión me pareció escuchar el ruido de algo que se cae en su interior, me detuve en seco y acerqué mi oído a la puerta, no escuché nada más, pero yo sentía una presencia. Llamé al timbre, nadie me respondió. Ese mismo día estaba limpiando los cristales de la ventana de la cocina cuando me pareció ver abajo, en la ventana del primer piso, una cabeza apoyada en el cristal. Me asomé un poco más para escudriñar y lancé una pinza de tender la ropa que se estrelló contra la pared cercana; no hubo movimiento, podía ser un reflejo y que no hubiera nadie.

    En la siguiente reunión de vecinos, amable y tranquila, donde las conversaciones se mezclaban relajadamente con las necesidades de la comunidad ante una taza de café, volví a preguntar por el primer piso. Se hizo un ligero silencio y entre frases cortas y breves explicaciones a mis preguntas, que no se terminaban de responder, pude entresacar que en ese piso había vivido un matrimonio, Ramón y Pilar, ella ya fallecida tras una larga enfermedad en la que solo la asistió su marido. Él se ocupaba de la casa, de la compra, de las comidas y de ella. Tras la defunción no supieron nada de Ramón. Dejó de asistir a las reuniones, ya no le veían entrar o salir de su casa, ni en la escalera. Pensaron que se había marchado, pero no tenía ningún pariente y además no se había despedido de nadie, esto último lo repetía Marta un poco dolida. Al terminar la reunión, bajé al primer piso y me quedé mirando la puerta y la mirilla. Seguía preguntándome si habría alguien detrás.

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