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             IMPRESIONES            
(por Antonio Aura Ivorra)

A Josefina, mi mujer. Y a mis hermanos Mari Carmen y Félix,
con quienes compartimos esta experiencia


Anochecía. Una sonrisa esperanzada, enmarcada en mirada limpia y rostro suave iluminado por la luz de una vela, se cruzó ante mis ojos. Una, una sola entre las miles que, auxiliadas por la mano tendida y el paso regular de gentes del mundo, desfilaban en sus carros por la inmensa explanada del lugar aquella noche reverencial de misterio, de recogimiento, de… de… ¿éxtasis? Pudo ser cualquier otra igual de esperanzada, igual de limpia, igual de serena… imposible abarcarlas todas porque la formación y la marcha no pueden interrumpirse. Fue tan solo un flash, intenso y breve; lo posible ante las responsables exigencias de los cuidadores, tan respetuosas como firmes para evitar el caos entre tal concurrencia; pero sí suficiente para una súbita, intensa e inexplicable comunión de emociones, de recuerdos y de esperanzados deseos que sensibilizan lo enigmático e impulsan a la gratitud y a la petición íntima y silenciosa, que fluye espontánea sin prevención ni cortapisa. Nos mueve lo primordial: las emociones, los recuerdos y los deseos que, callados, se exponen con sencillez y sin prejuicios. No se precisa la voz. Allí el clamor es silencio.

  

Con la mañana llega el calvario. Una brisa fresca que se agradece en los días de estío acompaña la ascensión a la montaña para celebrar el camino del Gólgota. Impresiona el silencio, la lectura de cada estación en varios idiomas y el rezo de padrenuestros y avemarías ahora exentos de rutina, razonados, como nuevos, sorprendentemente recitados con empeño y reflexión: se sabe lo que se dice; se rumia la plegaria.

  

Es lo que ocurre; sin duda un modo de orar promovido por necesidades subjetivas que se pretenden remediar, y también, ¿por qué no?, por otras razones de diversa índole, propias de cada cual. En todo caso, se produce una sensación de sosiego, de alivio y de bienestar que sacraliza el ambiente.

  

Tiempo hay para beber del agua del milagro, hoy canalizada y con no sé cuántos grifos a disposición de los peregrinos, llenar las virgencitas de plástico y sentarse en cualquier banco bajo algún árbol frente a la gruta para descansar, observar y, crédulos o no, meditar serenamente aunque sea sobre el agua como elemento imprescindible y purificador, que no es poco para los tiempos que corren. Y, también, para ejercer de turista: subirse al trenecito para una visita panorámica a la ciudad, visitar algún museo y contemplar entre mobiliario, aperos y ruedas de molino la prensa de la época –la página original del periódico que dio cuenta del acontecimiento-; caminar por alguna ruta con audio guía, comprar algún libro testimonial y comer cassoulet o confit de canard acompañado de un buen jurançon, ¡qué menos, aunque se alborote el colesterol!.

  

A los pies del Pic du Jer y bañada por el Gave, la ciudad está preparada para acoger multitudes: en torno a los seis millones de visitantes al año, según dicen. Es un lugar de peregrinación. Los establecimientos de hostelería y restauración, los centros de acogida y los servicios públicos parecen suficientes para atender a tan considerable población flotante. No se ven aglomeraciones por sus calles; está restringida la circulación de vehículos y una línea roja marcada en el suelo da prioridad, que se respeta, a discapacitados y enfermos que acuden desde cualquier país del mundo. Los visitantes llegan esperanzados y provistos de fe unos, curiosos muchos y con indiferencia (sin embargo, ¿por qué aquí y no a otro lugar?) otros. Es el íntimo tesoro de cada cual lo que les mueve a venir. Cualquier razón es buena. Hablamos de Lourdes.

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