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LA DISCRECIÓN
(por Francisco L. Navarro Albert)
 


Nunca he vivido en el centro de la ciudad. Recuerdo, de pequeño, en mi barrio, la estampa formada por los vecinos de las casas (generalmente de una sola planta), que se reunían al atardecer  -sobre todo en verano- sentándose en sillas junto al portal para desgranar conversaciones y chismes, que siempre se referían a la vecinita de enfrente, a la nueva querida de Don Andrés, a lo caros que se estaban poniendo los precios y a otras cosas más o menos intrascendentes, pero todas ellas ajenas –en cierto modo– al círculo que formaban quienes conversaban.

 

          En los viajes en tren, las conversaciones eran también impersonales: “¿Ha visto Vd. aquella nube?”...¡Fíjese que corderitos tan monos! Luego, si el viaje era largo se pasaba ya al ofrecimiento de la tortilla y el trago de vino, en lo cual tampoco había nada ofensivo.

 

Entonces era frecuente escribir cartas a la familia que se tenía lejos, a los hijos en “la mili” ... Solamente en casos verdaderamente importantes se utilizaba el teléfono, acudiendo a alguna de las escasas cabinas o bien al edificio de la Telefónica para poner conferencia.

 

          En estos casos, se encerraba uno en la cabina y con la voz tan baja como permitía la audición del interlocutor, se exponían los asuntos, se anunciaban las buenas o malas nuevas.

 

          Nada de lo que atañía a la propia familia o a uno mismo se exponía públicamente. Los trapos sucios se lavaban en familia y si lo que había que decir eran buenas noticias, se hacía también discretamente. Primero a la propia familia, después a los más allegados...

 

          Pero la tecnología ha ido avanzando incesantemente y lo que antes era un lujo sólo al alcance de unos pocos, se ha convertido ya en una necesidad. Me viene a la memoria sin quererlo una definición aprendida estudiando marketing: “necesidad es la sensación de una carencia, unida al deseo de satisfacerla”.

  

          Así, ha surgido ahora la necesidad imperiosa de la comunicación, que hay que satisfacer a toda costa y sin demora alguna. Llamamos por teléfono a alguien que vamos a ver en cinco minutos y nos explayamos en larguísimas e intrascendentes conversaciones que serían –sin duda– más reposadas y placenteras cara a cara, delante de una taza de buen café o, simplemente, dando un paseo a la orilla del mar mientras las gaviotas se balancean entre las olas.

  

          Pero resulta que esa necesidad de utilizar el teléfono ha ido en detrimento de las antiguas formas de comunicación. Hoy, el vecino del quinto es alguien al que decimos “buenos días” y puede que no nos conteste. O bien vivimos en una macro urbanización donde no conocemos a nadie, salvo que coincidamos entre los escasos asistentes a las poco efectivas reuniones de comunidad.

 

          Contrasta, por otra parte, esa necesidad de comunicación con el estado casi de abducción con que encontramos a gente que camina con la vista fija en una minúscula pantalla que sujeta con ambas manos, mientras sus pulgares saltan de una a otra tecla, como si estuvieran jugando a las damas. Ajenos a cuanto ocurre en derredor diríase que su salvación depende de cuanto suceda en el pequeño ámbito de su visión. Algo así como el caballo del picador de toros, que solo puede enfocar sus ojos parcialmente y, por tanto, no advierte la proximidad del peligro que le acecha.

 

          Parece, también, paradójico que no haya el menor rubor en utilizar el teléfono por la calle, en el autobús, en el supermercado... para hablar de temas íntimos que antes jamás habríamos osado manifestar sino encerrados entre las paredes de casa o un locutorio telefónico. Así, podemos conocer desde el estado de las finanzas del que habla hasta el resultado de su última cita.

  

          No contentos con esto, en el afán de que todo el mundo tenga acceso a los asuntos enormemente interesantes que muchos están empeñados en contarnos, las cadenas de televisión se han lanzado a la carrera sin fin de enseñarnos la mala educación de unos, la desfachatez de otros, el número de implantes de esta o aquélla, o lo mal padre que fue fulano o mengano.

  

          ¡Ay la discreción!  Esa joya perdida que ya no encontraremos.

   

          Aunque a veces he pensado  que, tal vez, lo que sucede es que estamos tan solos que necesitamos exponer en voz alta cuanto nos atañe, por si surge alguien que diga: “a mí me importas, ¿en qué puedo ayudarte?”

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