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EMETERIO 
(por Antonio Aura Ivorra)


Pudo ocurrir. De la calle al papel: Emeterio, jubilado, no tenía familia. Ni próxima ni lejana. Estaba solo y quizá por eso era pobre, (¿o… porque era pobre estaba solo?) con una pensión exigua que necesitaba complementar con algún trabajillo que nunca salía. Aunque era educado en sus maneras y digno en su conducta, afligido por sus circunstancias poco a poco había perdido a los que él creía sus amigos.

Vivía allí, en una mísera pensión del casco antiguo. Sin derecho a cocina, tenía para sí una habitación con vistas a un angosto y oscuro patio de luces con efluvios de suciedad y alcantarilla. Un camastro maltratado, una cómoda destartalada y, en un rincón, una silla con asiento de enea la amueblaban. Su patrona, mujerona añosa de amplias facciones y ojos saltones, de mucho remilgo y escasos escrúpulos, solía realquilarla por horas a parejas ardientes en las tardes de verano en las que Emeterio se ausentaba hasta ya entrada la noche. Cuando, en más de una ocasión, tuvo que esperar a que se desocupara para entrar, sus protestas, carentes de solvencia económica, obtenían como respuesta la coacción de desahucio por impago. Ciertamente, pensaba, ni es esta ciudad Buenos Aires, ni es esta calle Corrientes, ni mi pensión está en el 348 aunque sí esté en un segundo piso (se conocía el tango de Gardel). Y apretaba los labios conteniendo su amargura.

De vez en cuando, la sirvienta le advertía de las amenazas de la patrona, que él conseguía suavizar cuando se le daba bien la venta, liquidando alguna mensualidad atrasada. Incapaz de limosnear, su tesoro era una caja de puros repleta de quincallería, que abría con aparente recelo, discreción y cierta elegancia ante alguna posible clienta. Tenía que hacerlo. Con recato y cierto sonrojo porque no era lo suyo: respetuosamente ofrecía alguna pieza a aquella que, picada por la curiosidad, miraba y atendía: - Bañada en oro de 18 quilates, señora, decía sosteniendo una pulserita en la mano. Y a muy buen precio, oiga usted. Y la señora le miraba, sonreía y decía: - Gracias. Muchas gracias. Y él, sin molestar, saludaba tocando la visera de su gorra y continuaba su camino… hacia por ahí, con paso corto y acelerado sin superar su timidez.

En las tardes de verano, pese a avergonzarle, repetía la acción y el gesto a lo largo del paseo mientras la gente curioseaba la mercancía de los manteros, artesana en algunos casos, falsificada en otros, se sentaba en las terrazas de las cafeterías o escuchaba, con asiento o de pie, a la banda de música que sobre un templete interpretaba piezas populares; o paseaba tranquilamente disfrutando de la noche. En ocasiones, la presencia de la policía ocasionaba revuelo entre los vendedores, que corrían alborotados u ocultaban la mercancía para evitar su confiscación. Y Emeterio, cubierto con gorra y cajita en mano, ajeno a la alarma, deambulaba con sosiego entre la multitud en busca de algún euro con que aliviar su penuria. Alguna pieza vendía. Hasta que ya cansado y aburrido, regresaba a su casa.

Emeterio no tenía más historia conocida. Tal vez porque no molestaba a nadie. No protestaba por sus carencias después de una larga vida de trabajo rutinario, poco cualificado y peor retribuido. Seguramente en casos así se basó un periodista, Eduardo Galeano, excelente comunicador, para afirmar que “no hay en el mundo mercancía más barata que la mano de obra.”. ¿De verdad tendrá razón?  Pero Emeterio, en su jubilación, no sólo necesitaba una pensión digna, que sigue sin alcanzar a muchos, como denuncian los trabajos sobre “La discriminación económica de los mayores” expuestos en la última Asamblea General de nuestra Agrupación Europea de Jubilados y Pensionistas celebrada en Toledo, sino que también, carente de amparo, acusaba la inexistencia de solidaridad intergeneracional, sobre la que se aportan diversas ponencias en la misma Asamblea, ya incorporadas a la web http://www.euroencuentros.org para su divulgación. Les invito a su lectura.

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