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ESTRICTAMENTE, LA INTELIGENCIA NO EXISTE

(por Matías Mengual)

Matías Mengual


            Dicho así, escuetamente o a palo seco, la inteligencia, considerada como capacidad independiente del hombre, no existe. La verdad es que, hablando, tenemos la costumbre de sustantivar, es decir, transformamos en sustantivos palabras que sólo califican, o sea, que un adjetivo que debería cumplir la función de atributo acabamos convirtiéndolo en sujeto gramatical. Oímos, por ejemplo, “el perro es un animal inteligente” e, inmediatamente, ya estamos hablando de “la inteligencia del perro o de otros animales”.

 

            Saber pensar y dirigir nuestra actividad mental para ajustarnos a la realidad y para desbordarla (que también es tener ganas o valor para ponerse a ello) significa ser inteligente; no presupone inteligencia, sólo califica de acertadas determinadas actuaciones. De manera que, a la inteligencia no la podemos considerar por separado, porque siempre depende de un ser y ni siquiera es propiedad de ese ser. Por lo tanto, mejor sería que la viésemos como una posibilidad, que realizaríamos a voluntad comportándonos bien. Si, por ejemplo, fuesen fallos de memoria lo que observo en mí, procuraría anotar previamente todo lo necesario o recurriría a métodos mnemotécnicos; si se tratase de un desorden organizativo, me bastaría ir estableciendo orden en mis asuntos hasta sentirme satisfecho. Querer es poder. No olvidemos que lo que pensamos sobre la inteligencia es lo que pensamos sobre nosotros mismos, puesto que es una parte real de lo que somos.

 

            Al hombre que percibe, recuerda, imagina, compara, conceptualiza, decide... lo normal es que le atribuyamos inteligencia; y el caso es que no hace nada más que lo que hacen los animales superiores (hay monos que ya se valen de palos para hurgar en hormigueros). Por supuesto, el animal repite momentáneamente una técnica heredada (inteligencia cautiva), y el hombre, después de millones de años, ya crea nuevas técnicas y somete su obra a planes elegidos por él mismo (inteligencia libre) e, incluso, resuelve problemas con ordenadores que él mismo ha creado.

 

            Reconozco que no me hicieron gracia los tests de inteligencia, tal vez, por sentirme deficitario de ella. En cambio, me he sentido diligente, satisfecho, valiente y decidido cuantas veces actué al tenor de las recomendaciones paternas: “Haz bien lo que haces”, me parece seguir oyendo, y yo pedía explicaciones. Lo resumo: Cada proyecto (idea de lo que se piensa hacer) tiene varios aspectos o partes a considerar, porque, al igual que las cadenas se rompen por el eslabón más débil, cualquier iniciativa se puede ir al traste por un detalle descuidado. Ese descuido, si lo atribuyes a tu falta de inteligencia, lo más probable es que se repita, pero si lo identificas, por ejemplo, como un fallo de tu vanidad, procurarás no presumir la próxima vez.

 

            José Antonio Marina, en La Inteligencia fracasada, dice que Napoleón fue muy inteligente en el ámbito privado (se salió con la suya), pero poco inteligente como gobernante (destrozó la nación). Marina llama inteligencia a la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo. Su maestro, Roger W. Sperri, premio Nobel de Medicina en 1981, sostiene que la función principal del cerebro no es conocer, sino guiar el comportamiento, salir bien parados de la situación en que estemos. ¿Fue la vanidad el eslabón más débil de Napoleón? Y en cuanto a los políticos, ¿no será también su propia vanidad y miedo los aspectos que ineficaz y mayormente disimulan? ¿Por qué se empeñan en aparentar inteligencia?

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