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NAVIDAD 2010
(por Antonio Aura Ivorra)
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De nuevo, después de doce meses de intemperie, nos disponemos a reponer con cierta premura -parece que las ocupaciones del resto del año nos impiden mayor dedicación- este “punto o tiempo de encuentro” de quita y pon: Rascamos la roya que lo recubre desde la celebración anterior, lo envolvemos con sonrisas y buenos deseos sinceros, o al menos corteses a menudo olvidados, tentamos la suerte con la lotería, iluminamos las calles y lo celebramos con algún exceso gastronómico cuanto menos; con esa envoltura, reminiscencia de sus orígenes paganos, se nos muestra la fiesta. Después, qué contraste, puede que en la sobremesa hablemos tranquilamente de la crisis; con el optimismo disfrazado de quien la contempla como problema ajeno, haríamos esto o lo otro para resolverla y asunto resuelto. Pero que la cosa está muy mal, decimos… mientras en muchos hogares el competidor de los Magos de Oriente está repartiendo obsequios. Aunque la afirmación y la actuación sean discordantes es lo que se lleva.
Mientras unos están a cubierto, para otros que, desafortunados, viven en crisis permanente, sí que está muy mal la cosa. (Esto de “la cosa” es cosa de Paco Umbral. Que conste). Y sigo: Hasta los meseros, hoy becarios, o en prácticas, que los hay, son caducos en estos tiempos. Con todo y con eso, al “punto de encuentro” acuden tanto los presentes, que comparten abundancia o austeridades según lugar y circunstancias, como los ausentes, que etéreos permanecen en nuestra memoria al evocarlos para la ocasión, convocados todos por la esperanza que transmite el acontecimiento que celebramos, tan propicio a la alegría y al jolgorio como al sosiego y al consuelo. Es su mérito.
Hubo un tiempo, así nos lo cuentan con escaso detalle dos de los evangelistas y la tradición en nuestra cultura occidental, en que vino al mundo un personaje llamado Jesús: Dios y Hombre para los creyentes, El Mesías. Un Hombre singular, histórico, de gran trascendencia para la humanidad. El hecho que celebramos estos días, al margen de que sesudos historiadores cuestionen la fecha exacta de su venida -nada que altere la esencia de lo ocurrido-, es algo tan sencillo y corriente como un nacimiento, aunque haya sobrevenido en un lugar impropio y mísero, un pesebre con asno y buey que dieron calor, pero también, eso sí, asistido por pastores y Magos que ofrecieron su compañía y sus presentes adhiriéndose a la causa. Eso es lo que se llama solidaridad.
Un nacimiento, además de ser una función fisiológica dolorosa, siempre es enternecedor, entrañable, amoroso, íntimo, reverencial por tanto. Despierta sentimientos e ilusiones, aúna a la familia, activa esa capacidad exclusiva de la humanidad de emocionarse. Surge el amor... Hay que aplaudirlo. Por eso, si por alguna esquina nos encontramos con la ingenuidad de un villancico entonado con zambomba, pandereta y alegría por un coro de voces blancas, desgañitadas a veces, que celebran aquel Nacimiento del pesebre, nos deleitaremos con él.
Después de dos mil años del acontecimiento no podemos negar que su huella es indeleble.
Feliz Navidad